domingo, diciembre 22, 2024

Encinta en cinta – Rodolfo Lira Montalbán

Se escuchan en el hospital, en la sección de maternidad y tras la ventana del cunero, frases emotivas que se pasean en el precipicio de lo cursi. La ternura deja sin palabras a algunos, pero para estos casos de mudez súbita, existen lindos lugares comunes a los que se puede recurrir para salvar la situación. Su encanto lo compensa todo, hasta lo feo. 

“¡Qué hermoso bebé!” “¡Pero si es un angelito!” “¡Es un muñeco!”

El pobre niño, a unos cuantos minutos de haber nacido, arrugadito y despeinado, está lejos de llenar las expectativas familiares, pero eso no impide la ráfaga de expresiones elocuentes, ni el derroche de hipótesis referentes al parecido de la criatura con algún miembro de la familia paterna o materna:

“No cabe duda: sacó toda la cara del abuelo”. “Mi bisabuela tenía los ojos azules”.

Es sabido que, en esos sublimes momentos, a quien más pudiera parecerse el recién nacido es a su madre, quien: colorada, sudorosa y greñuda, guarda con él semejanzas notables. No así con el padre, que sin despeinarse e instalado en reportero de National Geografic, se pasea enternecido en atuendo de cirujano con su cámara o teléfono móvil. Los movimientos vibratorios de la filmación obedecen a la temblorina de manos propia de un nervioso camarógrafo, que lo mejor que hace en esa sala es: estorbar.

Tras varias horas de filmación, estas escenas cumbre de la cinematografía familiar, en donde la madre aparece en trabajo de parto, maldiciendo y jurando por todos los santos y las deidades circunvecinas no volverse a meter en tamaña barbaridad, su pésimo humor se convierte, después del alumbramiento, en la más acabada expresión de la alegría que tirita y llora mientras sufre el reacomodo de sus afectos y de sus órganos internos.     

El nacimiento del bebé protagonista de estas líneas coincidió con la víspera de las fiestas navideñas. La ocasión era perfecta: la familia estaría reunida, conocerían al nuevo miembro todos aquellos que, por trabajo, por vivir alejados de ahí, o por simple apatía inconfesable, no habían tenido el placer de conocerle.

Los orgullosos padres consideraron obligado compartir con todo aquel que hiciera su arribo, y aunque no demostrase su interés, las fotografías y videos del acontecimiento, desde los que registraron la salida de casa con rumbo al hospital, con los pormenores del equilibrio de una tremenda panza al descender por la escalinata del que sería el futuro hogar de la criatura, lo conmovedor del acomodo de madre, maleta y pañalera en el asiento del auto y hasta las embarazosas maniobras para abrochar el cinturón de seguridad. 

Para la categoría femenil poseedora de teléfonos móviles y de los pulgares más rápidos del oeste, estas escenas habían llegado en el momento de su acontecer, gracias a la maravilla del grupo de whatsfamiliar. Pero para niños, adultos mayores y apáticos, eran desconocidas. Por lo que los teléfonos pasaban de mano en mano, de sobrinas a tías, y regresaban a sus dueñas acompañados de una frase varias veces repetida:

“Ay, mijita, no sé qué le piqué y ya se borró la imagen”.

El dueño de la casa, muy atento e ingenioso él, para evitar estos trastornos, resolvió proyectar en su enorme pantalla de televisor, susceptible de ser presumida, las imágenes salidas del teléfono para que todo el mundo las disfrutase en su esplendor. Una significativa parte del sector masculino mostró su mejor catálogo de sonrisas fingidas y con el pretexto de salir a fumar, trataron de emprender la graciosa huida. La maniobra fue impedida con habilidad por la madre, con el argumento de que nadie de los evadidos fumaba. 

            Una vez acomodados los más de veinte miembros de la familia en sillones y sillas, los frustrados fugitivos de pie, atrás, y los niños sentados en la alfombra, la orgullosa mamá, en emotivo discurso, reveló que el milagro de la vida se haría presente en ese mágico momento. Comenzaron a sucederse las imágenes entre interjecciones. Las expresiones de ternura comenzaron a trastocarse en forma paulatina cuando apareció en la pantalla el perfil de una madre que, equilibrando su gravidez arriba de una cama de parto, pujaba y gritaba con todas sus fuerzas para arrojar de entre sus piernas desnudas bien abiertas y de su dilatado centro, algo parecido a un bebé, sangrante y escurridizo. Esto provocó múltiples murmuraciones domésticas, y en la niñez ahí presente, sobresaltos y atmósferas de bochorno que, in extremis, indujeron arcadas gastrointestinales. 

A petición popular, la proyección fue suspendida. La orgullosa madre exhibió sus expresiones más teatrales de desilusión y el padre: su desconcierto. Ante lo que fue considerado como una muestra de la más alta imprudencia, algunos miembros de la familia manifestaron su franca desaprobación formados en la fila del baño. 

La censura fue unánime. El milagro de la vida fue incomprendido.

www.paranohacerteeltextolargo.com

Twitter: @LiraMontalban

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