viernes, abril 19, 2024

Usos y costumbres en la educación – Teresita Balderas y Rico

A través de los años, los planes y programas de estudio cambian. En lo general, los cambios suceden cuando se pretende avanzar en el desarrollo de un pueblo. En la primera mitad del siglo XX, la educación primaria estaba dividida en tres etapas: elemental (primero y segundo), media (tercero y cuarto) y superior (quinto y sexto grados).   

Esther nació en un barrio al norte de la ciudad de Querétaro, donde los usos y costumbres estaban bien establecidos. Pareciera que en ese lugar nada cambiaría.

Los varones tenían más opciones al escoger un oficio. Las niñas, no. Desde muy pequeñas, eran asignadas como ayudantes de la madre. 

En las décadas de los años 50 y 60 del siglo XX, las mujeres se casaban desde los quince años. Si alguien lo hacía a los veinte, se decía que ya estaba vieja.

Los niños tenían permiso de salir a la calle a jugar, las niñas debían estar en casa ayudando a mamá. Además, ellas soportaban las travesuras de los muchachos. La madre ordenaba que la niña sirviera la comida a los hermanos, recogiera y lavara los platos. Los niños no, porque no se consideraba un trabajo para hombres.

Esther observaba que la vida para las mujeres era pesada y monótona. No era justo lo que veía. Ella quería ir a la escuela, soñaba con una vida diferente.

Convivió poco con sus hermanas mayores. Siendo adolescentes, su mamá las enviaba a vivir al Distrito Federal (Ciudad de México) con familiares que vivían ahí. Trabajaban algunos años y luego se casaban.

Socorro, hermana de Esther, era buena estudiante, terminó la primaria con un promedio alto. Obtener el certificado de primaria resultaba complicado. Los alumnos con buen desempeño escolar eran candidatos a presentar el examen final. Lo hacían en un enorme salón ante cuatro sinodales y un invitado de honor, además de maestros de la escuela, padres de familia y algunos compañeros de la generación.  

Los estudios de la enseñanza primaria equivalían a la preparatoria en la actualidad.

En 1952, el programa escolar de sexto grado era muy extenso. El sustentante debía resolver problemas aritméticos de toda índole. El sinodal planteaba el problema, el alumno pasaba al pizarrón a resolverlo, algo similar sucedía con geometría. En español, debía distinguir todo tipo de oraciones y conjugaciones verbales. En Literatura, habría que responder al sinodal a quién pertenecía la obra que mencionaba.  Esta dinámica se aplicaba en cada una de las asignaturas.

Esther tenía cinco años cuando su hermana Coco presentó el examen final, que duró tres horas. Se puso feliz cuando su hermana fue felicitada por los sinodales. Desde ese día, Esther se dijo: Yo también voy a estudiar.  

Dos meses después, Socorro recibió el certificado por haber terminado la educación primaria elemental, media y superior.

En esos años había escasez de profesores, sobre todo en el medio rural. Ese fenómeno sucedía con frecuencias en la década de los cincuenta. A Coco le ofrecieron empleo de maestra rural. Fue asignada a una comunidad llamada Las Tuzas, en Cadereyta de Montes, Querétaro. 

Esther aún recuerda lo que sucedió en ese lugar. Al llegar a la comunidad, se presentó como la profesora que daría clases a los niños. Las personas no respondieron al saludo, llamaban a sus hijos que estaban en el patio y cerraban la puerta de su vivienda.

La joven profesora y la niña tenían hambre y sed, habían salido de la ciudad de Querétaro desde las seis de la mañana y no habían comido ni tomado agua. Coco, angustiada, pedía que le vendieran un poco de comida y un jarrito con agua, pero la gente continuaba con el mutismo.

Por fortuna, un niño no obedeció a su mamá. Estaba observándolas detrás de un mezquite. Coco preguntó dónde podía encontrar agua, él no habló, pero señaló la dirección hacia donde la encontraría. Era un pequeño “ojo de agua”, estaba verdosa, pero, ¿quién se fija en pequeñeces cuando se muere de sed? Esa noche, Coco y su hermanita durmieron en un galerón sin puertas, un techo con agujeros, por el que se podían ver la luna y las estrellas. 

Al día siguiente, fue recibida por el comisariado ejidal, quien citó a los padres de familia para explicarles la importancia de que sus hijos aprendieran a leer y escribir.  Después, la situación cambió. Los niños fueron llegando poco a poco a la escuela.

En las vacaciones de diciembre y enero, los profesores con plaza de maestro rural debían asistir a su formación pedagógica en el Centro de Capacitación para el Magisterio, en el Distrito Federal.   

Esther acompañaba a su hermana a los lugares de la Sierra Gorda de Querétaro donde estaba ubicada la escuela en que daría sus clases. Fueron asombrosas las experiencias vividas, la niña se prometió que estudiaría para ser maestra.

Un diciembre, se fue Coco a México a estudiar. La niña esperaba ansiosa a su hermana para ir con ella a trabajar, pero su hermana no regresó. Se casó y su esposo no le permitió que fuera a un rancho a trabajar.

Esther lloró, pero estaba decidida a estudiar, así es que sola fue a inscribirse a la escuela del barrio. Lo que no previó fue que ya no estaba ninguna de sus hermanas adolescentes en casa, para que ayudaran en los quehaceres domésticos.

Asistía pocos días a la escuela, su madre la necesitaba en casa. Cada ciclo escolar se inscribía con los mismos resultados, pero nunca perdió la esperanza. A su corta edad, sabía que la educación escolar es necesaria, ya que ofrece herramientas para el desarrollo humano en lo intelectual, lingüístico, moral y social. Se construye un capital cultural como andamiaje en la inserción de algunas áreas del quehacer humano.

Un pueblo que no estudia es fácil presa de los depredadores humanos.    

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