Las mascotas son seres bellos, sensibles, con necesidades, como todo ser vivo. En diversas situaciones, denotan ser más solidarios que los humanos. Por ignorancia y desapego, en muchos hogares no se les da el trato adecuado. Los animales domésticos demuestran su lealtad, nos proporcionan compañía y cariño.
Durante mi niñez, conviví con perros, gatos y conejos. Jugábamos con los perros, cuando mi mamá salía a la calle. Ella no permitía que se metieran a los cuartos y a la cocina; permanecían en los patios.
En mi casa, no se les veía como mascotas, sino como animalitos guardianes. A los perros, para que cuidaran la casa de un intruso, y a los gatos, para ahuyentar a los insectos.
Me fascinaba acariciar a los mininos si se acercaban. Eso sucedía cuando mamá no estaba y los perros dormían. Eran gatos grandes y gordos, comían de todo. Había uno rayado que parecía tigrillo, era mi preferido.
En ocasiones, había pleitos entre perros y gatos, pero cuando los llamaban a comer, se acercaban bien portaditos. Los perros, con la cabeza baja y moviendo el rabo. Los gatos caminaban con lentitud y cierta elegancia, emitiendo un miau, en voz de tenor.
Durante los siete años en que viví fuera del hogar paterno, no conviví con mascotas. En la casa de mi hermana, la manutención de estos simpáticos animales se consideraba un gasto extra.
Tuve mi primera mascota cuando tenía diecisiete años. A mi papá le regalaron un cachorrito pastor alemán. La familia lo recibió con beneplácito, todos queríamos acariciarlo, pero mi papá dijo, dirigiéndose a mí: “Ten, lo traje para ti”. Me sentí muy feliz. Con este cachorrito aprendí lo que es amar a una mascota y crear grandes apegos. Lo nombré Niki.
En los primeros meses, lo dejaba dormir en mi recámara. Tomaba leche y tortilla despedazada en caldo de pollo. Podría decirse que estaba mejor alimentado que los moradores de la casa. Rápidamente, se desarrolló el cachorrito, se convirtió en un enorme perro, con un pelaje brillante.
Mi papá acondicionó un lugar donde pudiera dormir cómodamente, y a su vez, estuviera alerta ante cualquier ruido extraño.
El Niki siempre estaba pendiente de mi seguridad. Algunas veces iba de madrugada a mi cuarto, se asomaba por los cristales de la puerta, pegaba su cabecita para cerciorarse de que yo estuviera ahí. Permanecía unos minutos, hasta confirmar que no había peligro, luego, regresaba a su lugar a seguir durmiendo.
El Niki fue un perro maravilloso. Buen vigilante, cauto con las visitas, y cariñoso con los niños. Cierto día, nos visitó una familia con niños pequeños, mi madre dijo: “Tengan cuidado con esos niños, los puede morder el perro”.
Fue una calumnia hacia mi amada mascota, quien no se atrevería a morderlo. Fue un chiquillo de tres años quien mordió la oreja de mi adorado perro; el animalito lloró de dolor, pero no agredió al niño. Bromeando con mi mascota, le decía: “Escóndete, ahí viene el niño”.
El Niki era partidario de la paz. Separaba a los guajolotes cuando peleaban. Se llevaba bien con los gatos, ellos le tenían confianza, se dormían recargando la cabeza sobre su panza.
Cinco años después, llegó a casa otro hermoso perrito. No supe a qué raza pertenecía. También traía en sus genes hábitos de buen comportamiento. Era pequeño, de extremidades gruesas, pelo liso y abundante, con un lunar blanco en la frente.
El Niki también lo recibió con cariño, se convirtió en su niñero.
Lo nombré Oso, por su similitud a un osito de peluche. Por mi trabajo y estudios, permanecía poco tiempo en casa. El rato que estaba en ella, aprovechaba para consentir a mis mascotas. Al Oso le encantaba el chocolate, le daba pequeñas porciones, al decirle: “Ya se acabó”, salía de mi cuarto y se iba a jugar con el Niki.
Había un afecto entre mis perros y yo. Cuando llegaba de trabajar, me esperaban tras la puerta para recibirme con grandes muestras de cariño.
Es interesante observar el comportamiento de los animales, y reconfortante saber que somos, para ellos, motivo de sus querencias.
En verano, me trasladaba a la ciudad de Tlaxcala a estudiar. Confieso que extrañaba mucho a mis mascotas. A la familia le encargaba su cuidado. Cuando regresaba, antes de saludar a mis padres, llamaba a mis perros y los abrazaba.
En un verano, a mi regreso de Tlaxcala, ya no estaba mi amado Oso. Al cuestionar su ausencia, mi mamá dijo que había llovido mucho, y que posiblemente salió y se ahogó o se lo robaron. Conociendo los hábitos de mi perrito, no di por válida la respuesta, ya que el Oso se asomaba a la puerta, solo acompañado por quien la abría, y con el Niki a su lado. Algo sucedió a mi Osito, no me dijeron la vedad. Lo extrañé y lloré mucho. Comprendí lo que es amar a una mascota.
El Niki también lo extrañaba. No quería comer, perdió peso, ni la carne le apetecía.
Dediqué tiempo a reanimarlo, para evitar que se enfermara. Cuando lo abrazaba, me miraba, como diciendo: “Yo también lo extraño”.
Cada ser vivo tiene su lenguaje. Niki, a través de su mirada, y el movimiento lento de su rabo, expresaba sus emociones.
El Niki y el Oso fueron mis primeras y únicas mascotas, jamás las olvidaré. Las siguientes fueron para mis hijos.