viernes, julio 26, 2024

Las hojas nuevas – Teresita Balderas y Rico

Los árboles alineados dan una sombra tan deliciosa como necesaria en los días calurosos. Así, es más fácil andar los caminos. Árboles frente a otros en formación continua forman calzadas, cientos de ellos hacen un bosque, escenario de las historias infantiles, donde los niños tejen ilusiones, y los adultos recuerdan su niñez.

Son tan bondadosos con los humanos, que algunos de ellos han dado la bienvenida a los recién llegados al mundo, ofreciendo su madera para la cuna de los bebés, dando felicidad a la familia. Los árboles ayudan en diversas formas: atraen las lluvias tan necesarias en la agricultura. Protegen a otras plantas pequeñas, son el pararero o dormitorio de muchas aves o de algunos roedores.

Cuando salimos a caminar, buscamos un sendero donde haya árboles, para disfrutar de su sombra.

¿Quién no recuerda un día de campo con los padres en nuestra niñez? o con los amigos de la escuela. Lo primero que hacíamos era buscar el cobijo de un frondoso árbol.

Cuando había muchos árboles, algunos adolescentes tatuaban en su tronco un corazón con el nombre del ser amado.

El árbol nos ha acompañado desde que llegamos a este planeta azul. Su presencia es notable, ya sea en su pleno verdor, o en forma de mueble.

También está para despedirnos, proporcionando un pedazo de su tronco para el descanso final.

Hace cinco años, una amiga me regaló una pequeña planta de durazno, que trasplanté en una maceta, donde vivió cinco meses. Al observar que el tallo había engrosado un poco, cavé en el jardín un hueco de cuarenta centímetros de profundidad y volví a trasplantar al joven durazno. Observé que se desarrollaba muy lento, tres años necesitó para crecer.

En enero de 2022, empezó a tirar sus hojas; sentí tristeza por él, pensé que perdería a mi joven durazno. Por fortuna, no fue así. En febrero nacieron nuevos brotes y me sentí feliz. Mi árbol crecía cada día. En abril descubrí en él, tres pequeñas flores. A diario aparecían más.

Este generoso árbol me regaló sus primeros frutos en septiembre de ese año.

Este, ahora señor árbol, removió mis recuerdos adormecidos por el vaivén del tiempo. 

Hace muchos años vi nacer un árbol. Difícil fue su crecimiento, mortíferas plagas impedían su desarrollo. Para no sucumbir al temporal, alzaba su incipiente ramaje buscando las gotas frescas del rocío de cada mañana. Con nuevos bríos movía su endeble tronco, agradeciendo al sol su energía y la esperanza de larga vida. 

De pronto, mi árbol empezó a desarrollarse más fuerte, aprendió a sobrevivir a las enfermedades y al olvido. La vida siguió su curso, los años fueron pasando y aquel frágil árbol se transformó en uno de profundas raíces y tronco macizo.

Librando mil batallas, pudo crecer con abundante follaje, capaz de prodigar su fresca sombra a quienes, cansados o perdidos en su camino, hacían un alto en el andar de la vida.

Algunas hojas fueron perdiendo volumen y brillantez, cambiaron del verde al marrón y finalmente quedaron secas. Frágiles, se movían ante la tenue brisa. Un día se desprendieron del árbol y decidieron viajar, no las he vuelto a ver. Se fueron acompañadas por el viento suave del tardío verano. Tal vez un día se encuentren con la dorada hojarasca de mi otoño y se pongan a conversar.

Fuerte y sano, el árbol se expandió. Empezaron a crecer tres pequeños brazos, con los años esas nuevas extensiones se fortalecieron.

Lo maravilloso de los brazos de mi árbol, es que tienen hojas nuevas. Verdes, tersas como el terciopelo, relucientes por los rayos del sol.

Ahora los niños juegan felices cerca del frondoso árbol. Cada primavera, más aves regresan a cantar y a hacer nido algunas de ellas. El árbol parece un condominio, a diferente altura se encuentra una nueva familia.

Por esos nuevos brotes, se ha iniciado ese fenómeno natural llamado por Nietzsche “eterno retorno”, que da nuevas esperanzas y felicidad. 

La primavera, en su infinito ciclo de vida, se ha acercado nuevamente al árbol. Él, ha cumplido su misión en la vida de prolongar la especie. El nuevo ramaje es testimonio fidedigno.

El poeta Eduardo Llanos dice: “Henos aquí de nuevo, perdidos en el bosque de la infancia, buscando las pisadas de Dios bajo las hojas secas”.

Su escritura me recuerda los momentos en que mis pensamientos han viajado al pasado, en busca de los andares de mi infancia.

El pensar en caminar hacia ese bosque de los años infantiles me hace feliz. Escucho las risas de los niños y la mía también. Observo sus juegos y enseguida me integro a ellos. Volteo al cielo y veo en una nube el rostro de Jesús. Feliz, digo a mis amiguitos: “¡Miren, en el cielo está Jesús Cristo!”. Entonces Juanito, un niño de mejillas sonrosadas, expresa “¡Y, está contento!”  Lupita, una niña de grandes trenzas con moños rojos, dio también su opinión: “¡Dios está sonriendo porque le gusta ver jugar a los niños!”

Mi juego infantil ha terminado. De pronto, me veo con un libro en las manos, bajo la sombra de mi árbol. Lo observo detenidamente; me parece que los brotes se desprenden de los brazos y adquieren forma humana, sonríen.

Corren y vienen hacia mí. Me abrazan para decirme:

 ─¡Hola, abuelita, te queremos mucho!

 ─¡También los amo! —respondo.

Las hojas secas en mi árbol ya no me entristecen. Las nuevas, pletóricas de vida, lo nutren de sueños y esperanzas. 

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