viernes, abril 19, 2024

Inventario es mala palabra – Rodolfo Lira Montalbán

Al llegar la tan aborrecida como atenta circular anual de la dirección que contenía la palabra: inventario, así como la orden expresa y los pormenores del levantamiento anual del mismo, disimulando en lo posible nuestro disgusto, nos dábamos por enterados acusando recibo en forma expedita. Lucíamos con pobres resultados nuestra mejor cara, actitud de compromiso y espíritu de equipo. Inventario, palabra inmunda como pocas. No nos quedaba más remedio que pronunciarla. Algunos insensatos lo hacían pasando por alto las más elementales reglas de la cortesía, corrían la voz con saña, con sonrisa socarrona, esparciendo por los pasillos una intriga desleal. Sin embargo, hasta el más malévolo obedecía un mandamiento no escrito: “La pronunciarás en lunes”. Los viernes, su difusión era considerada violencia innecesaria, era apestar el fin de semana, aquel que lo hacía escupía al aire con efecto boomerang

A partir de que sus demonios eran soltados; el sentido de supervivencia de los miembros del equipo entraba en un caparazón protector de la seguridad de los rituales cotidianos, en una burbuja de adormecimiento del cerebro que en preparación del inminente confinamiento y del golpe de cansancio físico y mental que se aproximaba, nos resguardaba de aquel encuentro atentatorio del bienestar.  

Eran tres y a veces cuatro días aislados del mundo y de nuestra zona de confort, en un corral, sin salir a nada; ni a comer y a veces ni a cenar, solo a mal dormir. Expuestos a un régimen de tortas, pizzas, tacos y demás provisiones llevadas a domicilio, hijas de sospechosos sartenes, pero adecuadas al presupuesto que nuestra exigua cooperacha permitía. Su aprovechamiento, alejado de los principios de la buena nutrición, era especialmente difícil para el aparato digestivo pero favorable para la memoria; era imposible olvidar lo ingerido al día siguiente. 

Una vez organizados los equipos, repartidas las tareas y los pasillos de la bodega, salíamos a la batalla bien armados con marbetes, calculadoras, lápices, plumones, guantes y caras de resignación. Los atuendos profesionales eran mudados por holgadas ropas, batas y zapatos industriales protectores de posibles tropezones y de pesadas cajas en caída inesperada. Desfilaban libremente por los pasillos vestimentas en las que cada uno expresaba su muy particular idea de la ergonomía, haciendo de lado en forma grosera a la elegancia y al buen gusto.

Si algo odiaba con toda mi alma eran esos nefastos días del año, el pegajoso calor de la bodega y sobre todo del tapanco, el picante polvo coleccionado por meses en las cajas de cartón que neciamente se adhería a las manos, a la ropa y a las vías respiratorias. Pies, piernas y espalda en constante movimiento de músculos no usados el resto del año, reclamaban tregua después de cientos de veces de pararse y agacharse en repeticiones maquinales. Debido al cansancio los errores eran frecuentes; todo hacía muy difícil la concentración y la cantilena de aquellos conteos que eran como mantras en la religión del almacenista.

La tecnología llegó tarde, pero finalmente apaciguó un poco de mi lamento bodeguero, me regaló un arma secreta: audífonos que emitían noticias o la música de mi elección. Sin ellos, el martirio era aún más insoportable; suponía escuchar sin medida ni clemencia, la música de banda norteña de algún vecino de pasillo, enemigo declarado de la armonía melódica. En algún lugar de mi cerebro el recuerdo de aquellos encierros estuvo muchos años dormido, encapsulado, y por asociación esta reclusión sanitaria del covid-19 lo ha hecho despertar. Una inquietud análoga resurgió, mi umbral de la tolerancia se puso a prueba. Jamás lo hubiese imaginado: Aquel arduo entrenamiento de mis malquerencias me ha dado entereza para sobrellevar confinamientos adversos varios.     

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