sábado, julio 27, 2024

El Toñón – Rodolfo Lira Montalbán

Mi amigo Toño era muy, pero muy gordo. Su volumen era tan grande como su simpatía. Era costumbre que los sábados, al terminar la jornada laboral, convocase a sus más cercanos a degustar carne asada y cervezas en el traspatio de su casa, adaptada como negocio y centro de reunión.

Era una colonia de Monterrey. El calcinante sol del desierto despintaba las fachadas que mostraban un pasado modesto y un presente ruinoso. Las que mejor aspecto presumían, eran las que comenzaban a dar paso a oficinas, talleres, consultorios y a otras variedades del comercio que se daban cita en ese territorio de mucho orgullo norteño.

Recibir llamadas del Gordo a media semana era algo fuera de lo común, de no ser por algún tema de negocios. Su taller de reparación de equipos de radiocomunicación, gracias al cual lo conocí, nos permitió tener una relación comercial, que al cabo del tiempo se convirtió en hermandad. 

—Oye, necesito hablar contigo. ¿Te late ir al chino?

Como su nombre lo indica, era un restaurante de comida china que, además de tener muy buena cocina, tenía la particularidad de servir un extenso buffet. Cosa que agradecíamos, porque los nombres de los platillos eran, además de impronunciables, inentendibles.

—¿Qué te traes, Gordo? Te oigo mal.

—De eso quiero hablarte: me siento de la fregada, las cosas en el negocio van mal. El panorama pinta negro.

—Tranquilo Toño, las cosas están mal para todos. No eres el único.

—Pues sí, lo sé, pero también en la casa todo anda mal: puros pleitos y puras tristezas. Me dan ganas de morirme.

—A ver, mi Gordo, nos vemos en media hora. Tú no te me apachurres, allá lo platicamos.

En la mesa, desde donde se dominaba la vista del estacionamiento, vi acercarse la figura de “El Toñón”, Elton John, para los de oído fino. Desde que lo vi, supuse que la cosa andaba muy mal en verdad. Sus movimientos hablaban de un abatimiento impensable en él.

Comenzó la relatoría de sus congojas. Para darle ánimos y como parte de mi asesoría psicológica gratuita, incluí la larga lista de momentos felices compartidos en esos sábados de amigos, le recordé las grandes satisfacciones que sus hijos le habían dado. Le embarré en la cara el gran amor y cuidados que su esposa le tenía, a pesar de todos sus defectos. Nada de lo que yo dijera le hacía salir de su nube gris.                                           

Formados en la fila del buffet, tras un maquillaje que trató de convertir a una oriunda de Oaxaca en retoño de la dinastía Ming, nos enteramos de que para beber no había nada de “dieta”. Solo refrescos con azúcar que, me hube de enterar entre suspiros del Gordo, se los acababa de prohibir el doctor.

Entre platos rebosantes de sólo Dios sabe qué, apuramos nuestras bebidas. El Gordo comenzó a dar trámite a sus verduras con trozos de algo que aparentaba ser carne. De repente, la sonrisa volvió a su rostro. Sin “agua va” comenzó a soltar los comentarios picosos y los chistes de subido color que eran su característica. Sin salir de mi asombro, no quise hacerle notar ese extraño cambio, temeroso de echar a perder ese momento de lucidez.

—¿Sabes qué? —me dijo el Gordo, después de un breve silencio que lo mantuvo en trance y en el que recibió una revelación. —¡Ya sé que tengo! ¡Qué tristeza ni qué nada! Me acabo de dar cuenta de que traía muy baja el azúcar.

Llamarle Gordo a Toño era algo que no le molestaba ni lo incomodaba. Por el contrario, portaba su gran grosor entre sonrisas, pujidos y resoplidos. Toda actividad le provocaba agitación. Su esposa y su médico pasaron de la preocupación a la angustia aquel día en que le tocaba revisión médica y en que el elevador para subir al segundo piso sufrió una avería. Las palpitaciones al llegar al consultorio y los resultados mostrados en la lectura de su presión arterial fueron alarmantes.

            Al pobre Gordo le recetaron una dieta salvaje. En la comida del siguiente sábado: de cervezas, ni hablar. La dieta solo admitía tequila, whisky o ginebra. Es decir: vino. En esa ciudad, todo lo que no fuera cerveza: era vino. En su situación, diez kilos de menos en la báscula eran su motivo de orgullo aunque el espejo no reflejase cambios notorios.

            Hace años que no sé de él. Lo recuerdo a veces al mediodía. A esas horas, cuando pierdo la confianza en la especie humana y carezco de energía para continuar en este mundo. Un vaso de refresco o de cerveza, tomados con disimulo y entre remordimientos, me devuelven la fe perdida. 

www.paranohacerteeltextolargo.com

Twitter: @LiraMontalban

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