jueves, octubre 24, 2024

Una historia conejuna – Teresita Balderas y Rico

Juan Miguel Zunzunegui, en su libro “Falsificar la historia” expresa que los humanos poseemos lenguaje, memoria, e imaginación, “tres elementos constitutivos de nuestra mente que solo pueden hacer de nosotros un contador de historias” 

De alguna manera las historias que construimos y que luego contamos, van haciendo el entramado de nuestra propia historia personal desarrollada en un colectivo.

Esta historia nace de hechos acaecidos en un espacio y tiempo determinado.

La convivencia continua con mascotas, y objetos que tenemos en nuestra casa, y que han estado con nosotros por muchos años, dejan de ser solo adornos, se convierten en parte de nuestro santuario que llamamos hogar. Los conservamos porque nos recuerdan a un ser amado, sentimos que en ese objeto está impregnada parte de su esencia. 

Con los seres vivos el vínculo es más fuerte, nos entristecemos cuando algo grave les sucede.

En el 2016 mi hijo Omar que trabajaba en el Estado de Guanajuato, decidió regresar a Querétaro. Fue una gran mudanza entre los muebles y su bien dotada biblioteca.

Con él, llegaron también sus dos mascotas, un perro llamado Bécquer y un conejo de nombre Gru. Al perrito ya lo conocíamos, al conejo era la primera vez que lo veíamos. Omar lo trajo en su auto en una caja de cartón con orificios grandes, con la intención de que pudiera ver al Bécquer y no se asustara.

Mi hijo dejó libre a su conejo en el patio trasero de mi casa. El roedor un tanto asustadizo permaneció en el mismo sitio unos minutos, tiempo dedicado a visualizar el nuevo contexto, seleccionó el lugar en donde estaban ubicados los rosales y la hierba santa y hacia ahí se dirigió.

Su dueño prometió que el conejito estaría en mi casa mientras le buscaba un lugar en donde lo quisieran y lo trataran bien.  Los días fueron pasando sin encontrar el lugar apropiado. Tal vez sería porque les hacia una pregunta clave: ¿pero no se lo va a comer verdad?, la respuesta era: “eso no lo puedo prometer”, en lo que esto sucedía, el conejito se fue apropiando del espacio, brincoteando por todo el patio, comiendo a cada rato y haciendo una serie de travesuras. Se comía las plantas o hacía grandes agujeros.

Las rosas fueron las primeras que exterminó. 

Al correr de los días, “Gru” se hizo más confianzudo, y las travesuras eran mayores.

Empezó a roer el tronco de un naranjo, del cual, el año anterior había cosechado aproximadamente doscientas naranjas, después siguió con los rosales, solo la hierba santa se salvó. Cada vez que hacía una de sus maldades lo regañaba, parecía que entendía lo que le estaba diciendo, me miraba presumiendo sus largas pestañas. El conejo Gru se fue ganando mi empatía.

El perro y conejo fueron grandes amigos, se cuidaban el uno al otro y compartían su comida.

Por las mañanas se colocaban tras la puerta de la cocina, esperando cada uno su almuerzo, al conejo le daba zanahoria en julianas, lechuga y conejina, Al Bécquer sus croquetas. Ambos degustaban su almuerzo, los separaba para que no se pelearan, se miraban furtivamente.

Cuando el perrito ya no quería comer croquetas, corría con el conejito para comerse la zanahoria, entonces “Gru” brincoteando llegaba al contenedor y comía las croquetas de su amigo,   

El martes 22 de octubre de 2019 vi corretear y comer al conejo por la mañana, haciendo sus movimientos acostumbrados, a las dos de la tarde comió y se acostó atrás de la lavadora, más tarde lo vi cerca de la casa del Bécquer. Por la noche estaba frente a la casa de su amigo. Como de costumbre lo acaricie, él levantó la cabecita y me miró.

Pensé que ese día había comido mucho y por eso había estado muy dormilón, ya lo había hecho en otras ocasiones. Los dejé juntos y subí a dormir.

Al día siguiente desperté muy temprano, me sentía inquieta, con un malestar no identificado. Lo primero que hice fue salir al patio para ver al conejo, lo encontré inmóvil en la puerta de la casa de su amigo. Sin poder evitarlo, un llanto silencioso se apoderó de mí. Gru había muerto, lo levanté y amortajé, colocándolo encima de la lavadora, esperando a mi hijo para darle la noticia.

Tuve tiempo para hacer un mapeo mental de lo que había sucedido el día anterior. El Bécquer no ladró ni se paró en los cristales de la puerta de la cocina, como acostumbra hacerlo, cuando quiere ir a jugar al patio delantero de la casa. Estuvo toda la tarde metido en su casita, cerca de Gru.

Bécquer sabía que su amigo estaba muriendo y lo acompañó. El conejo tuvo un gran amigo, no lo dejó morir solo.

Gru, ya no hace travesuras, ahora descansa cerca de la buganvilia, rodeado de 

Anturios. 

La convivencia con el conejito “Gru”, me dejó una gran lección de vida, son solidarios no discriminan, se apoyan entre ellos, hay más empatía que en muchos humanos. 

    ¡Como duelen los apegos!

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