viernes, julio 26, 2024

Tequisquiapan de mis recuerdos – María Antonieta Herrera

Yo era una adolescente en busca de su padre.

Llegué a Tequisquiapan en el verano de 1969 a bordo de un autobús Flecha Amarilla. Tomé un taxi y le di la dirección que llevaba anotada en un papel. Me dejó en una casa en donde había fiesta: ahí encontré a mi papá.

Cuando cayó la noche, nos fuimos los dos caminando a su casa. El pueblo era hermoso, de clima templado, tenía muchos árboles. Sus calles empedradas de banquetas estrechas acercaban a los enamorados, la noche rebosaba de estrellas que alumbraban tenuemente las calles. Había novios besándose en los recovecos de las puertas de sus casas. Al paso del tiempo, igual me besé con el novio con quien me casé.

Mi papá se había ido a residir a Tequisquiapan. Yo pasaba con él los fines de semana y vacaciones, los otros días los pasaba en Querétaro, estudiando. Él se casó por segunda vez, con Conchita, costurera famosa por su trabajo impecable y de rápida entrega; además cariñosa y jovial a sus cuarenta años. La convivencia con mi madrastra fue reconfortante.

Tequisquiapan era un vergel: había árboles de diferentes frutas, en vacaciones mis amigos y yo comíamos fruta gratis, solo teníamos que mover los árboles fuertemente para desprender la fruta. En otros momentos, pagábamos cinco pesos y alguien que se decía dueño de los árboles nos llenaba una canasta. Paseábamos caminando y otras veces a caballo, bajo los enormes ahuehuetes y sabinos, a cuyos pies pasaba un río de abundante de agua cristalina llena de bagres, en donde nadábamos y pescábamos. Pasando los años, hice lo mismo con mis alumnos de la escuela primaria “20 de noviembre” de la Hacienda Grande. Por suerte, nos libramos de un accidente entre las aguas del río y los toros bravos que pastaban cerca.

En el centro del pueblo había un manantial de aguas termales llamado “La Pila”. Hombres, mujeres y niños se bañaban   semidesnudos, sin recato ni morbo. En esas vacaciones de mi adolescencia aprendí a nadar ahí con mis amigos, éramos una pandilla gozosa. Mi madrastra nos acompañaba algunas noches a la presa Centenario, nos sentábamos en unas grandes piedras para ver y escuchar el agua al caer, luego corríamos a cazar luciérnagas y las metíamos a unos frascos de cristal. Al final las dejábamos ir.

Ahí nacían unas flores llamadas estrellitas, nos encantaba olerlas, solo de noche abrían sus pétalos.  En noches de luna llena, Conchita iba con nosotros a nadar a La Pila. Por las tardes jugábamos en la calle frente a nuestra casa, vivíamos frente a donde hoy está el monumento del centro de la República, la casa permanecía abierta en el día. La entrada tenía macetas repletas de flores, por ahí nos colábamos en pandilla a tomar agua, a comer algo y a ver la tele, igual pasaban las señoras que acudían con Conchita a que les confeccionara ropa. 

Pasados los años, fuimos a vivir a una casa grande en el barrio de La Magdalena, donde criábamos puercos y borregos. En la azotea se reproducían palomas. Para nuestros festejos, Conchita cocinaba como lechones y palomas.

Mi tía bisabuela Mechita vivía con nosotros, acudía al rosario diario y los domingos a misa a la capilla de Santa María Magdalena, acompañada de Fidelia, su ayudante y fiel compañera. Mechita cooperaba para las festividades del 8 de septiembre, el día en que se venera a la Divina Infantita.

Cuando ella murió, las personas con las que convivió la despidieron con rezos, cuetes, y durante nueve noches siguientes rezaron un novenario en nuestra casa. Después, se les ofrecía comida y bebida.      

Juanito, amigo de mi papá, era el caporal de la Hacienda Grande. Nos visitaba a veces, llegaba en su caballo, El Estorbo. En ocasiones me invitaba a pasear en El Estorbo. Una tarde pasamos por la Hacienda Grande y al ver una escuelita nos detuvimos. Exclamé:

“¡En esa escuela voy a trabajar!, estudio para maestra”.

Mis palabras se realizaron al cumplir veintiún años. En 1974, llegué a trabajar a esa escuela.

Me casé en 1972, en la iglesia neoclásica de Tequisquiapan, Santa María de la Asunción, que mira al jardín Miguel Hidalgo. Ahí se destacaba el busto del héroe, rodeado de ahuehuetes, sabinos, flores y en medio el hermoso quiosco que sigue ahí. Entre el jardín y la iglesia baja la calle Juárez, que después se convirtió en una hermosa plaza rodeada de arcos, tiendas y restaurantes.

Hoy, al pasar de los años, regresé a disfrutar de mi hermoso Tequisquiapan, reencontrándome con amigos y parientes queridos. 

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