viernes, abril 26, 2024

Luego se igualan – Rodolfo Lira Montalbán

Congregada por el abuelo, la familia se disponía a atestiguar el momento en el que el primer hombre posaría su pie sobre la superficie lunar. Lo que los científicos de la NASA desconocían era que esa familia, ya hacía mucho tiempo, “andaba en la Luna”.

Se preparó la mesa para el lunático evento. Los caballeros no ayudaron en nada cuando de elaborar los alimentos se trató y, mucho menos, en el lavado de la vajilla. Aproximarse a la cocina, entonces gineceo de las viviendas, era incómodo para ellos y ellas. En lo que sí pudieron participar los hombres de la casa, fue en la preparación de las “cubas”, ritual solemne, en donde el ron Potosí se mezclaba, con precisión milimétrica, con refresco de cola, agua mineral, limón y hielos.        

La canasta, llena de enchiladas y huevos hervidos, colgaba del brazo de la bisabuela en su entrada triunfal. Saludó con toda propiedad a la concurrencia, al tiempo que ordenó:

— ¡Mijo! Sírveme una cubita.  

Las tías, que venían detrás de ella, en procesión gastronómica, cada una con el platillo que “le tocó”, al oír aquella orden hicieron señas con disimulo, para detener tal aberración. Los medicamentos prescritos a su madre no eran combinables con el alcohol. La táctica del barman de “hacerse pato”, funcionó hasta que, cansada de esperar, la dueña de las enchiladas tomó su canasta en actitud de retirarse y declaró: 

—No hay cubita, no hay enchiladas.

Al rescate, apareció uno de los tíos. Con cuba en mano, convenció a la indignada octogenaria de regresar. Cual cantinero ladino, vertió primero el refresco de cola y al final, una minúscula porción de ron. El resto fue felicidad.

Al extinguirse las enchiladas, los mixiotes, los huauzontles y varias botellas, la familia se reunió expectante en la sala.  Era la madrugada del 21 de julio de 1969 a las 2.56 horas en el Real Observatorio de Greenwich, y acá en el rancho grande, eran apenas las 20.56 horas, pero del 20 de julio.

Lo poco que ellos entendían del acontecimiento, era gracias a la espléndida narración de Jacobo Zabludovsky, porque en la pantalla, al igual que Javier Solís, distinguían: “Sombras nada más”. Pusieron cara de admiración, no comprendieron nada, pero por muchos años presumieron que sus vidas, desde entonces, quedaron marcadas para siempre.

Al día siguiente, por encargo de la abuela, los tíos de Toluca, ya de regreso, pasaron a cumplir con el deber de saludar al tío Juanito. En ese recóndito lugar, rancho alegre en donde el tiempo se detuvo, los movimientos feministas eran desconocidos. Las tres esposas del tío “Don Juan”, junto con su numerosa prole, vivían y convivían bajo el mismo techo. 

Una vez cumplido el encargo, agotada la conversación y los lugares comunes, intentaron, en vano, proceder a las despedidas.

— ¡Se quedan a comer! —fue la tajante orden del tío.

Según sus buenas costumbres, los invitados no probaron bocado hasta que las señoras de la casa estuviesen sentadas. Al advertirlo, el tío los reconvino airado:

— ¡Se les va a enfriar la sopa!

Y susurrando al oído del caballeroso visitante, aconsejó:

—Empiece usted, y ya no les pida que se sienten. No ve que luego se igualan.

Muchos años después, en sobremesa de una cena que se prolongó hasta la madrugada, el abuelo recordaba la anécdota:

— ¡Ah!, ¡qué el tío Juanito! No sé cómo le hacía con tanta vieja.

— ¡Abuelo!  Ya no se dice vieja. 

—Pero, ¿cómo? En A toda máquina, con Pedro Infante a cada rato decían: “¡Ya vine, vieja!” “¡Ya me voy, vieja!” ¿Ahora resulta que está mal dicho?

—Sí, abuelo. Las “viejas”, como tú les dices, son dignas de respeto y reconocimiento. Ahora dominan muchas actividades: son grandes escritoras, periodistas, abogadas, arquitectas, gobernantes, doctoras, y, además, se dan el lujo de ser madres y de criar hijos.

— ¡No te hagas! Si bien que decías: “¡Vieja el último!” 

—Pues sí, abuelo. Eran los tiempos que me tocaron cuando niño. Pero hoy las cosas han cambiado y me alegro por ellas.

 —Tienes razón, mijo. Yo antes decía: “Los viajes ilustran”. Hoy digo: “Las viejas ilustran”.

— ¡Abuelo! Que ya no se dice “viejas”.

— ¡Ah, sí! Perdón, es la maldita costumbre, mijito.

En medio de la charla, uno de los nietos entraba escurridizo, con los zapatos en la mano, para no ser descubierto.

— ¡Muchacho! ¿Qué horas son estas de llegar? 

—Perdón, abuelo, se me hizo un poco tarde.

— ¿Un poco tarde? Sí, cómo no. ¿Ya cenaste?

—No, abuelo.

—Ahorita despierto a una de tus hermanas, para que te dé de cenar.

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