El primer contacto con internet fue a través de una amiga, quien me dijo: “Vamos a un ciber-café, podremos entrar a un montón de páginas con imágenes y datos”. Entonces, pensaba que se refería a una biblioteca. Instalada en 1995, mis preocupaciones eran conservar mi empleo, terminar la tesis, pagar el auto. Ni por asomo me imaginaba que algo así pudiera existir. Mi curiosidad nos llevó a la única plaza comercial que había en la ciudad, entramos a un local con algunas computadoras. “Google” se presentó ante mí por primera vez dejándome con la boca abierta.
A los de mi generación llamada X, quizá esta historia les resulte familiar. Somos los que nacimos entre 1965 y 1981. Los que nos entreteníamos contando autos en la carretera a falta de dispositivos electrónicos, jugábamos Atari, alucinábamos con MTV, grabamos nuestros programas favoritos en videocasetes, escuchábamos a Michael Jackson en walkman y adorábamos a E.T. Después de haber superado la poca supervisión y la ausencia de diálogo paternal, lo nuestro fue empezar trabajar, sin importar el barrio, ni la paga, ni la empresa. Sin cuestionar ni discutir.
Vimos nacer el internet, derrumbarse el muro de Berlín, sobrevivimos al temblor del 85. Éramos rebeldes, cínicos y comprometidos. Leíamos, hacíamos ejercicio, nos sabíamos de memoria los números de teléfono y hasta las fechas de cumpleaños de nuestros amigos, las fotos instantáneas que desplegaba nuestra cámara Polaroid nos maravillaban.
Nunca imaginé que aquél ciber-café se hubiera instalado en nosotros y de tiempo completo.
Cada generación es como una puerta que nos conduce a un mundo desconocido, resultado de la herencia y de la construcción de algo nuevo. Ansiosa por remplazar a la anterior, por establecer nuevas reglas, por renovarse. En esa brecha, miramos con recelo y desconfianza a las nuevas generaciones. Los consideramos débiles emocionales, que no aceptan las críticas y el rechazo. ¿Deberían de hacerlo?, me pregunto yo. Los resultados de cada una son el proceso lógico de continuidad. Si las nuevas generaciones fueran iguales a las anteriores, entonces, en donde quedaría la evolución.
Me rebelé a mi madre que preparaba la comida, que era el pilar del seno familiar, “No me quedaré en casa, trabajaré, tendré objetivos personales y lucharé por ellos”, le decía. Ahora, mi hija me dice: “No pasaré mi vida encerrada en un trabajo, viajaré, tendré mi propia empresa y ayudaré al planeta”. Se rebela al estereotipo de la mujer que sale a trabajar, que tiene reuniones, que no comparte tiempo con ella. Se niega a ser como yo, pero también se rebela a ser como mi madre, mi hija desea explorar el mundo y sacar la máxima experiencia. El sentido de la vida le parece confuso. “Si solo trabajamos, estudiamos, comemos y dormimos”, entonces, ¿cuál es el sentido?, me pregunta. Me siento como un rumiante, viéndolo así, bajo su aguda mirada.
El reto que afrontarán las nuevas generaciones será configurar el medio que les proporcione la gama de experiencias que desean vivir. Nuestros intereses les parecen mezquinos, egoístas y absurdos. Se inclinan por el cuidado ambiental, por la justicia, por los horarios flexibles. Algún día, construirán un mundo a su imagen y semejanza, así como lo construimos nosotros. Si los niños y jóvenes nacidos después del 2000 pertenecen a la generación de cristal, entonces los que nacimos antes, podríamos ser la generación de vidrio. El vidrio es fuerte pero amorfo. El cristal es frágil, pero con brillo, finura y armonía estética. Es difícil inclinarse por alguno de los dos. Ambos son valiosos.
Su futuro encierra una gran interrogante, pero de nuestros cabellos con frizz, del cinismo jocoso que nos caracterizaba, de las telas coloridas, tampoco nuestros padres tenían una gran expectativa. Sin embargo, hoy en día, la generación X, soporta gran parte de la economía del planeta. Entonces, porque no imaginar que algún día el mundo será diferente sin duda, pero con suerte será más ecológico, humano y sobre todo más amable.
Ellos no logran ver a los adolescentes que fuimos, nosotros, aún no vemos a los adultos que un día serán, pero la ferocidad en su mirada me recuerda a la misma que teníamos a su edad.
Por: Sandra Fernández
Créditos e ilustración: Elena Zarza