viernes, abril 11, 2025

La Harley – Teresita Balderas y Rico

Hace algunos días, tratando de organizar los libros de la biblioteca, apareció la novela “Dios vuelve en una Harley”, regalo de una amiga. Su lectura es amena e interesante. El autor humaniza la presencia de Dios ante la convivencia con la gente.

El reencuentro con este libro abrió la ventana de los recuerdos, trasladándome a un terrible acontecimiento.

En la infancia, llamaban mi atención los chicos y chicas que transitaban por las carreteras del país en motocicleta. Sobre todo, si era en una Harley. Un inesperado suceso cambiaría esta preferencia.    

La amarga experiencia ha permanecido agazapada en la memoria. El incidente me provocó angustia y terror. Sucedió una tarde de abril de 1961; cursaba el quinto grado de primaria. A los alumnos de quinto y sexto grado, en la materia de Civismo, nos capacitaban en educación vial. Dirigíamos dos veces al año el tránsito en las esquinas más concurridas de la ciudad de Querétaro.  

A mi amiga Carmen y a mí nos correspondió la esquina de las calles de Juárez y Madero. Era un honor desempeñar esta actividad. Primero, había que aprobar el examen práctico y teórico, para ser seleccionado.

Tomábamos muy en serio nuestra participación. En la fecha acordada, nos presentamos antes de la hora señalada, con uniforme de gala y los clásicos guantes blancos. 

Durante una hora, nos parábamos en el banquillo, silbato en mano, a dirigir la vialidad. A nuestro lado estaba un agente de tránsito, quien vigilaba que todo estuviera en orden. Si algún automovilista hacía caso omiso de nuestras indicaciones, era amonestado. 

Todo había empezado bien, pasaban pocos autos. Cuando se juntaron diez en cada calle, entré en pánico, pero rápidamente controlé el nerviosismo. 

Llegó el turno a Carmen. De pronto, se escuchó estruendoso ruido, haciéndose más intenso cada segundo. Era un grupo de jóvenes pertenecientes al Moto Club Harley, todos manejaban una. Conté treinta. Su vestimenta era estrafalaria para la época: vestían de negro, tenían calaveras pintadas en las chamarras y en los cascos. En su mayoría portaban cadenas, manoplas y chacos. Los observábamos con asombro y cierto temor. Dos de ellos se acercaron a nosotras, burlones. El agente de tránsito los amonestó, se alejaron riendo a carcajadas. Minutos después regresaron, iban y venían. El agente los amenazó con llamar a la policía para detenerlos. Dejaron de molestar, pero se mantuvieron a cierta distancia. 

Indagaron nuestros nombres, así como el lugar donde estudiábamos y su ubicación. Al término de la actividad vial, regresamos a la escuela “Venustiano Carranza”, ubicada en la esquina de Zaragoza y Allende. Nuestro asombro fue mayúsculo al ver a los motociclistas que nos habían molestado, afuera de la escuela.  Carmen y yo casi nos infartamos. 

Nuestros compañeros estaban muy preocupados. Habían escuchado que nos llevarían “por la buena o por la mala”. Pensaban que nunca nos volverían a ver, y que, si algún maestro nos defendiera, lo golpearían. 

Los niños de quinto y sexto, enterados del drama, acordamos no avisar a los maestros. Ingenua niñez. No queríamos que les hicieran daño. Buscamos diferentes formas de salir de la escuela sin que nos raptaran. Una de ellas fue: saldríamos protegidas por todos los niños. Los motociclistas no se atreverían a llevarnos. Carmen y yo no confiábamos en este plan. Un compañero preguntó: “¿Y si nos agarran a cadenazos?” Con esta reflexión se anuló el plan. 

Una brillante idea llegó como salvación. La barda de malla ciclónica de la escuela por la calle de Allende protegía un gran patio de tierra que funcionaba como cancha de futbol. El plan fue escarbar, sacar la tierra, levantar la tela de alambre, arrastrarse y salir por ahí. Así lo hicimos: empezamos a cavar con nuestras manos o alguna piedra a la mano. 

A distancia, la escena se observaba chusca: parecíamos una jauría cavando para enterrar un hueso. Fue un bien organizado plan de escape. Los niños estaban distribuidos en diferentes lugares estratégicos: algunos vigilaban a los motociclistas. Los más valientes se acercaban a ellos, diciendo que la moto estaba muy bonita, que les gustaría tener una cuando fueran grandes, mientras otro preguntaba su costo.

Los niños se turnaban y nos traían las últimas noticias, nos informaban que los motociclistas estaban muy enojados y preguntaban por nosotras. Los compañeritos respondían que los maestros nos estaban dando indicaciones para la clase del día siguiente. 

¡Por fin logramos salir por la calle de Allende, sin que nos vieran los posibles raptores! Corrimos tan rápido como lo permitió el miedo. Al llegar a la esquina con Arteaga, dimos vuelta a la izquierda, continuamos corriendo. Al pasar Ezequiel Montes, hicimos un alto para llenar los pulmones de aire.

Caminamos a paso rápido. La gente que estaba fuera de sus casas, nos veía con cierto enojo. Fue un momento de desconcierto. Recuperamos el aliento, volteamos y nos dimos cuenta que unos veinte niños nos acompañaban, con la intención de protegernos. ¡No imaginamos que nos seguirían tantos!

Volvimos a sentir miedo. Si nos veía alguno de los familiares de Carmen, que vivían en la esquina de Arteaga y Régules, y los míos, en esta última calle, era probable que ya no siguiéramos estudiando.  

Agradecimos a nuestros compañeros. Les dijimos que, si la familia nos veía con ellos, nos castigarían. Los niños regresaron felices, abrazados, comentando el incidente. Nosotras, aún temblando, continuamos nuestro camino. Acordamos no decir nada en casa. 

¡Vivir para contarla! 

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