Inicié mi viaje como se inician casi todos los viajes, con la expectativa y el entusiasmo mezclado con un poco de temor, lo imaginé un montón de veces mientras elaboraba el itinerario, estudiando los horarios de salida, de llegada, cuando planeaba las actividades, los lugares por visitar, los museos y los rascacielos, después de visitar miles de sitios Webs y de reseñas. Así fue como llevaba mi larga lista de cosas por hacer en la ciudad que había elegido para correr por primera vez mi medio maratón: Nueva York.
No se si le suceda a todo el mundo, pero a mi me pasa que cuando viajo, me pregunto si voy a regresar. Eso nadie lo sabe. Y especialmente ese pensamiento me asalta unos días antes de emprender un viaje. Quizá por algún trauma escondido de que algo malo sucederá como que el avión se caiga o cosas por el estilo producto de mi imaginación. Entonces sucede que me despido como si no fuera a regresar, porque eso nadie lo sabe.
También pienso en todas las cosas que tienen que suceder para que algo pase y me remontó al primer momento en que cruzo por mi mente la idea fue algo así como un pensamiento vago, inconsistente, efímero y temporal… ¿Y si, corriera un maratón en otro país?, me pregunté. En realidad, recordé que había sido un sueño que había tenido en algún momento pero que como muchas veces sucede, desechamos los sueños y nos olvidamos de ellos, quizá por miedo a enfrentarlos o quizá por que simplemente no nos atrevemos ni siquiera a explorarlos. El miedo al rechazo puede ser tan poderoso que es capaz de matar las ilusiones.
Así que esta idea se diluyó a los pocos minutos, pero la sorpresa fue que regresaba a mí una y otra vez, y más que regresar, podría decir que me perseguía. Sí, cuando me levantaba estaba ahí, por las noches, se paseaba por mi habitación, prendiendo la luz y quitándome el sueño. Mírame! me decía. Si es posible, ¿Por qué piensas que no lo es? Y sus argumentos eran válidos. Por primera vez no era yo quien perseguía un sueño, el sueño me perseguía a mi.
Así que empecé a visualizarlo, a trazarlo en papel, a hacer todo lo que dicen los expertos debemos hacer para cumplir una meta.
Y ahí estaba, tenía un propósito y como tal, casi de manera inconsciente cada paso que daba iba encaminado a lograrlo. Ya no iba al gimnasio solo a entrenar, ahora lo hacía de manera consiente, ya no comía sin pensarlo, empecé a hacerlo de forma equilibrada. Ya no corría solo por correr, ahora lo hacía más enfocada, llegando cada vez más lejos, agregando más kilómetros, perdiéndome en el pavimento por más tiempo.
Había pasado de la etapa de negación a la aceptación. Estaba decido, haría ese viaje y cumpliría mi sueño.
Transcurrió un año desde aquel momento.
Lo mejor no está en la meta sino en el camino que recorres para llegar a ella. Y por supuesto en la persona en la que te conviertes debido a esta transformación que inevitablemente sufres en el proceso.
Porque cuando llega el gran día, el día que has esperado, te das cuenta de que solo es una parte de un todo y es, además, muy breve. Es la cereza del pastel, pero detrás de eso, están las frustraciones, los días malos, el cansancio, el dolor físico y las renuncias. Renuncias a la rebanada de pastel, a la copa de vino, a trasnochar, a ciertos ambientes. Porque siempre perdemos algo en aras de conseguir algo más. Esto también es inevitable, pero le da vida al propósito.
Pero al final, la recompensa es inigualable.
Estoy a punto de abordar el avión de regreso. Aprendí varias lecciones, ciertamente el viaje fue distinto a lo que imaginé porque por mucho que me esforzara por detallar cada momento, siempre suceden cosas que lo hacen distinto a lo que planeamos. Y quizá, haya sido una de las experiencias más interesantes que he vivido.
Comprobé que la edad para cumplir los sueños solo es una idea mal argumentada, ver a una anciana de cabello blanco correr junto a mí, me hizo entenderlo.
Y comprendí todo lo que sucede detrás de los sueños.
Por: Sandra Fernández
