Desde que esperamos la llegada de nuestros hijos creamos expectativas sobre ¿cómo serán?, ¿a quién se parecerán? y tratamos de encontrar las mayores semejanzas con cada uno de los miembros de la familia. La genética hace su trabajo y sin duda nuestros pequeños tienen ciertas características iguales a las nuestras. Cuando nacen podemos percatarnos de esas similitudes en los rasgos físicos, si los ojos son de algún color, la nariz de algún tamaño, las manos de cierta forma, etc.; pero con el paso del tiempo nuestros hijos se van desarrollando y van teniendo iniciativas que nos dejan ver que efectivamente NO son extensiones de nosotros, que son seres autónomos con voluntad propia, capaces de pensar, sentir y actuar como ellos lo deciden. Si partimos desde éste punto facilitaremos nuestra relación a largo plazo con cada uno de nuestros hijos y daremos un gran paso respetando su integridad como seres independientes. Enseñémosles a amarse y a respetarse, empezando por amarlos y respetarlos nosotros. Es importante no compararlos, que distingamos y aceptemos sus cualidades, aptitudes pero también sus limitaciones, y que valoremos sus características únicas e inigualables.
Debemos en todo momento depositar nuestra confianza en su capacidad de pensar, actuar y resolver problemas, para que el tenga confianza en sí mismo y afronte por sus propios medios lo que la vida le tiene preparada. Hagámosles sentir fuertes y seguros de sí mismos, dispuestos a luchar por alcanzar metas y ser mejores cada día, a construir su felicidad reconociendo sus fortalezas y perdonando sus errores. Procuremos que nuestros hijos se sientan libres, orgullosos, satisfechos y aceptados… pero sobre todo amados.