Camino al aeropuerto, recorrió su colonia como todas las mañanas a esa temprana hora. Vio pasar a los conciudadanos de siempre: al dueño del puesto de periódicos, al panadero, al carnicero; vio entrar en el hotel de la esquina a meseros, camaristas y recepcionistas, todos muy bañados y aromáticos, dispuestos a dar inicio a las labores del día. Prefirió no ver al par de borrachines de siempre, tirados en la banqueta en espera de la apertura de la cantina. A todos ellos, incluso a los beodos, les guardaba una secreta envidia.
Él era un ejecutivo. Aquel día, puso especial cuidado en que su traje luciera impecable, en que su colorida corbata hablara de prosperidad. Su cara, afeitada con precisión, y su abundante y bien peinada cabellera combinaban con lo reluciente del deportivo que conducía.
Ese auto era la fantasía de algunas personas que lo veían pasar. Imaginaban que eran ellos los que lo manejaban. Alojados en la comodidad del aire acondicionado de aquella cabina tapizada en pieles. Conduciendo sin importarles lo gélido del cemento de esas calles y el frío que sentían quienes las transitaban a pie.
Eran peatones. Podían caminar y caminaban mucho, ignorando que con esta simple acción despertaban la envidia del dueño del valioso auto. Cuánto daría él por cambiar su vida por la de ellos. No estaba impedido para caminar ni tenía que depender de una silla de ruedas, pero envidiaba a las personas a las que, esa mañana, y otras muchas, veía posar sus pies en el suelo. Él tendría que volar.
Su más grande temor: viajar en avión. Era un secreto no desvelado. Hacía grandes esfuerzos para que nadie supiera de las turbaciones causadas por las turbulencias. Una vez al mes, tenía que asistir a las juntas en la oficina matriz. Una hora de vuelo lo separaba de la capital. Una hora de suplicio lo atormentaba. En las noches previas, pesadillas recurrentes lo hacían despertar sobresaltado y con el estómago comprimido. Imágenes de cabinas en caída libre, de gritos, apuradas plegarias de último momento, ataques de pánico. Mensajes ininteligibles procedentes de la cabina de pilotos.
Pasaba las horas en busca de alguna escapatoria. No descartó recorrer en auto, desde un día antes, los mil kilómetros que lo separaban de su destino. Claro que llegaría exhausto, sin energías para atender la reunión.
Tenía un héroe secreto: aquel empresario al que conoció en una convención de negocios. Lo escuchaba atónito mientras este presumía con orgullo de las varias veces en que había recorrido todo el país por carretera, visitando las sucursales que su empresa tenía en cada una de las capitales. Declarando sin rubores que sólo una vez había subido al avión cuando era joven, y que fue tal el susto que le provocó, que juró jamás volver a hacerlo. Para el asombro de muchos y las críticas de todos.
Su vuelo de ida era el primero de la mañana. Era bochornoso hacer uso del arma secreta que había descubierto para atenuar sus ansiedades. En el vuelo de regreso, ya por la tarde, hacía uso extendido de ella. Tres whiskies, tres. ¡Y a volar! El estado de sopor obtenido le permitía relajar la tensión y olvidar al mundo de la aviación y sus altibajos.
Una vez en las alturas, no sabía qué hacer con sus pies: los cruzaba, los recargaba en el respaldo del asiento al frente. Mantenía el mínimo contacto posible con el piso. La idea de que por debajo de esa alfombra habría diez mil pies de vacío, hacía que sudaran sus manos y otros lugares impublicables. Fingía dormir cuando le tocaba en suerte el asiento de ventanilla. Si un compañero de asiento se mostraba admirador de las nubes, sin dudarlo, le ofrecía su lugar.
Cuando los efectos del whisky comenzaban a mermar, se hacía asistir por otra pequeña argucia: mascar chicle. Lo que tenía tres efectos benéficos, a saber: Primero: distracción para los nervios. Segundo: ayuda al mal aliento provocado por los muchos whiskies. Y tercero: alivio al dolor de oídos que invariablemente lo atacaba durante el procedimiento del aterrizaje.
Las visitas al psicólogo fueron de ayuda relativa. Comprendió que su problema provenía de sus excesos por tratar de controlarlo todo. Reflexionó en que debía dejarse llevar, confiar en la capacidad de ingenieros aeronáuticos, de controladores aéreos y de pilotos.
A su correo llegó la noticia que pondría a prueba lo asimilado: la línea aérea tenía el placer de informarle que con sus puntos acumulados podría escoger estupendos vuelos en territorio nacional. Era una buena oportunidad para dejar de postergar ese viaje a la playa que prometió a la familia y que fue varias veces rechazado. Todos ellos cuestionaron severamente su propuesta de admirar los bellos paisajes de la carretera. Tendría que poner al tanto a su esposa de la “magnífica” noticia sin rodeos y sin demora. Ella era experta en detectar cuando alguien le estaba “dando el avión”.
por: Rodolfo Lira Montalbán
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