Al leer un artículo del escritor Jorge F. Hernández, acerca de un estado amnésico en que vivió por varios años un familiar suyo, quedé impactada. Recordé sucesos relacionados con su escrito. Aún con los avances científicos, sigue siendo un enigma el porqué, sin causa aparente, de un día a otro, una persona no sabe quién es. No reconoce a personas u objetos que han estado en su vida durante mucho tiempo.
Resulta aterrador que, al despertar, no se identifique el lugar donde está. Ese sitio que hasta el día de ayer había sido su casa. Estar dentro de un cuarto, en una cama con alguien que, al verlo no se recuerde su nombre, ni parentesco, es como estar atrapado en un mundo etéreo.
Meterse al bosque de la memoria y caminar en él, puede resultar desagradable, sobre todo cuando no es a voluntad. Cierto día de 1992, necesitaba comprar en la tienda algunos insumos para la preparación de la comida. Metí la mano en mi bolso para extraer el monedero, no estaba. Lo busqué por toda la casa, pregunté varias veces a mis hijos si lo habían visto, la respuesta fue negativa.
Se unieron a la búsqueda durante una hora, sin encontrarlo. Con tanto movimiento, se originó un desorden de tal magnitud, que tardé horas en ordenar la casa.
Cambié el menú, preparé la comida con lo que había en casa. Mis hijos tenían hambre y mi esposo estaba por llegar.
Toda la tarde estuve triste y angustiada. En el monedero estaban mi tarjeta de crédito y mi credencial de elector.
A las siete, empecé a preparar la cena. Abrí el refrigerador, prepararía enchiladas: necesitaba verduras, queso y crema. ¡Oh, sorpresa!, camuflado entre otros alimentos, estaba el monedero. Mi memoria no registró ese episodio. No he podido explicarme el porqué, ni el momento de realizarlo. ¿Qué fue lo que extraje de ahí? No lo recuerdo. ¿Simplemente abrí la hielera para guardar el monedero?, creo que nunca lo sabré.
Después de este incidente, cuando se nos perdía algo, mi esposo o mis hijos preguntaban: “¿Ya lo buscaste en el refrigerador”?
Algunas veces, el bosque de nuestra memoria se cubre de bruma y es fácil perderse.
Siendo adolescente, cierto día caminaba por la calle 5 de Mayo de la ciudad de Querétaro. De un momento a otro, todo me pareció desconocido, fueron minutos terribles, pensé que estaba en otra ciudad, pero no sabía su nombre. Me detuve unos segundos. Mi instinto me orientaba a regresar por el mismo camino.
Observé a distancia algunos árboles, podría ser un jardín, pensé. Llegué al lugar buscando una banca, necesitaba descansar.
Recorrí visualmente cada edificio que rodeaba al jardín, mi vista se detuvo en una fuente que llamó mi atención. En el primer recorrido, sentía que ya había visto ese lugar. Me preguntaba: “Ya has estado aquí, ¿cuándo?”. Traté de serenarme, me cubrí el rostro con mis manos unos segundos, luego, abrí los ojos lentamente. En el segundo recorrido visual, regresó mi memoria. Reconocí que estaba sentada en una banca de Plaza de Armas.
Después del susto, todo regresó a la normalidad. No di mayor importancia, mi justificación fue que estaba cansada y desvelada por estudiar. Ahora, ya no estoy segura de esa respuesta.
En el año 2004, trabajaba en la Escuela Normal del Estado de Querétaro, Unidad San Juan del Río. Los módulos de clases eran de dos horas. Ese día me tocaba horario continuo. Después de explicar la clase, fui a los sanitarios, bajé las escaleras, al otro extremo de donde daba clases.
Regresé, subí las escaleras, di vuelta a la derecha. En el primer salón, algunos alumnos me vieron pasar y me sonrieron. Seguí caminando hasta el cuarto salón al extremo del pasillo.
Muy confiada entré. Por segundos quedé sorprendida, preguntándome por qué el maestro José Luis estaba en mi salón dando clases. Él también me observó expectante, los estudiantes voltearon a verme. En ese momento reconocí que ellos no eran mis alumnos, ni el aula era donde daba clases en ese horario.
Saludé al profesor, le solicité me permitiera darle un recado. Por fortuna mi cerebro trabajó velozmente. A cada paso que el docente daba, construía lo que le diría. El recado fue: “Disculpe la interrupción, pero una de sus exalumnas envió saludos por segunda vez, y, no quería olvidarlo”.
No comenté el incidente, sentía angustia por lo sucedido. Pasé varias semanas tratando de encontrar qué había causado esa pérdida de memoria repentina. Analicé la situación y concluí que perdí la brújula al bajar las escaleras. No recuerdo haber cruzado el patio, cómo regresé, y por qué entré al aula que no me correspondía. Los alumnos que me sonrieron al pasar, eran los míos, pero en ese instante no los reconocí.
Algunas veces se pueden disfrutar los paseos por esa zona boscosa de la mente. El panorama suele ser placentero al ser retroalimentada la memoria, trayendo a un presente situaciones agradables, vividas en diferentes etapas de la existencia.
Durante muchos años solo me asomaba al bosque sin caminar en él. Tenía miedo, no quería encontrarme con aquellos hechos desagradables que había vivido.
Con el paso de los años, la madurez emocional, y, el fortalecimiento del espíritu, he caminado a voluntad en ese entramado neuronal, recopilando hermosos recuerdos.