Hacía muchos años que Arturo había planeado este viaje. Su trabajo no le permitía vacacionar, o darse tiempo para atender sus dos grandes pasiones: la pintura y la escritura.
Había publicado una novela y una antología de cuentos, que fueron bien aceptados.
La pintura fue un proyecto aplazado. Canceló una exposición en Berna, Suiza, al ser designado embajador en Japón. Tendría que dedicar su tiempo a sus deberes diplomáticos.
Pensó que en tres años regresaría a México a continuar con sus proyectos, lo cual no sucedió. Los gobiernos terminaban su mandato y Arturo volvía a ser asignado embajador en otro país. A sus cincuenta años, se sentía agotado.
Por fin, pudo viajar. Eligió primero visitar Escocia. El hotel donde se hospedaba cumplía con los requisitos solicitados: ubicado fuera de la gran urbe, con mucha vegetación y montañas que se vestían de colores al atardecer.
Comió en el hotel y luego salió a dar un paseo por el pintoresco pueblo. Le recordaba a los “pueblos mágicos” en México. Encontró un mercado ambulante, con frutas y vegetales recién cosechados. Se sintió feliz al caminar entre la gente.
Aromas diversos envolvían el ambiente, el de durazno sobresalía, embriagando sus sentidos. Se dirigió hacia el carrito donde estaban los apetitosos frutos. Seleccionó seis, que cuidadosamente fueron depositados en una bolsa que tenía impresa la imagen de un durazno en flor. El aroma removió en su memoria sucesos que creía olvidados. ¿Cuántos años habían pasado? No recordaba con exactitud. Solo sabía que había sido la mejor etapa de su vida.
Caminaba lentamente, concentrado en sus recuerdos. Al llegar a la bella plaza del pueblo, descubrió una galería. Su amor por las artes motivó su entrada.
Al fondo de la gran sala, la gente se aglomeraba alrededor de una pintura. Infirió que pertenecía a un famoso pintor, caminó hacia ella. Al verla, quedó sorprendido. Sin darse cuenta, soltó la bolsa de los duraznos, que rodaron por diferentes direcciones. Él permanecía estático, observando el óleo. ¡No lo podía creer! ¡Sí, ahí estaba ella! ¿Cómo llegó a ese lugar?
Habían pasado muchos años desde el momento en que Arturo, al enfrentar grandes conflictos emocionales, vendió la pintura. ¿Por qué estaba en ese pequeño pueblo escocés?
La gente empezó a retirarse. Arturo permaneció frente a ella unos minutos más. Regresó al hotel, con la imagen de la obra tatuada en su mente. Se sirvió una copa de vino y se sentó en la terraza. El esplendor del atardecer rompía el velo del olvido, haciendo nítidos los recuerdos. Toda ella, con su belleza y aroma frutal, hacía acto de presencia.
La primera vez que la vio, fue a la salida de la Academia de Arte Diego Rivera. Caía un torrencial aguacero, ella estaba empapada. Arturo se acercó y le ofreció llevarla a su casa. Era una chica vivaz, extrovertida, con una gran belleza física, quien le comentó que, para ayudarse con los gastos universitarios, posaba como modelo en algunas academias. La conversación de Violeta fue muy amena, Arturo se limitó a escucharla.
─¡Aquí vivo! Gracias por traerme ─dijo de pronto la chica.
─Fue un placer ─respondió él.
Arturo aspiró el olor a durazno que dejó la chica en el auto. Se arrepintió de no haberle pedido su número telefónico.
Al día siguiente, él pintaría un desnudo. Preparó los materiales necesarios.
Al salir del trabajo, Arturo se dirigió a la academia. Minutos después, entró la persona que sería la modelo. Levantó la vista cuando el maestro dijo: “Les presento a Violeta, posará para la clase de hoy”. Lentamente, ella se despojó de la bata, quedando su hermoso cuerpo desnudo. Su belleza impactó a la clase, ningún alumno se movía. Se escuchó la voz del maestro decir:
─¡Empiecen a bosquejar! Violeta solo posará dos horas.
Ese fue el inicio de la vida de Arturo en el paraíso.
Violeta tenía muchos amigos y pretendientes. Al conocer al pintor, se fue alejando de ellos. Le pareció interesante la personalidad de Arturo Fuentes. Empezaron a salir los fines de semana. La chica admiraba su obra. Con frecuencia preguntaba acerca de sus pinturas.
La invitó un día a su casa. Violeta sabía apreciar el arte, él quería saber su opinión.
Quedó fascinada con la obra, le auguró éxito como pintor, diciendo que sus obras estarían en las galerías más famosas del mundo. Emocionada, propuso ser su modelo cuando pintara desnudos. Arturo agradeció, pero no aceptó de inmediato: la idea de pintarla desnuda lo ponía nervioso.
Los aromas que de ella emanaban lo tenían extasiado: el olor a durazno de su cuerpo, el jazmín de su pelo y el sabor a miel de sus besos.
Amar a tan dulce criatura, era cabalgar en corcel blanco rumbo a las estrellas. La diosa Afrodita estaría celosa de Violeta, su cuerpo era escultural.
Los amantes dialogaban:
─¿Me amas, Violeta?
─ Demasiado, eres único. Jamás te olvidaré.
─¿Te casarías conmigo, niña hermosa?
─No, te amo, pero no me interesa el matrimonio.
─Violeta, ¿qué es lo que buscas en la vida?
─Quiero vivirla, y necesito libertad.
─La tienes —dijo el pintor.
─Aprende tú también a vivir libremente, Arturo, algún día me iré.
─Niña, para mí, la vida eres tú. Nada me falta porque llenas cada espacio de mi existencia.
Cierto día, ella se fue. Él, la buscó desesperadamente, no pudo encontrarla, hasta hoy.
Violeta caminaba lentamente hacia Arturo, con su característico olor frutal. Vestía una bata blanca que dejó caer al piso. Él no lo podía creer. Con voz pausada, exclamó:
─Mi princesa, te he esperado todos estos años, pensé que jamás volvería a verte, ven a mis brazos.
Violeta caminó con los brazos extendidos y seductora sonrisa.
De pronto, escuchó una potente voz. Detuvo su andar.
─¡Señor Fuentes!, señor Fuentes, el cónsul de México lo espera para la cena.
Arturo lentamente abrió los ojos. Dos lágrimas descendieron por sus mejillas. Violeta no estaba. El aire sólo había quedado un tenue olor a durazno.