domingo, diciembre 22, 2024

Despabilen – Rodolfo Lira Montalbán

Cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡Cero! El enorme cohete comienza a tomar altura entre vapores de combustible devorado por sus vibrantes motores. La expectación es enorme, entre aplausos y gritos, la multitud ahí presente observa al gigante remontar las nubes y perderse en el infinito.

            La muerte de las personas queridas debería ser así, una vez terminada la cuenta regresiva, entre vítores y alegría, el alma que se desprende del cuerpo se elevaría hasta encontrar su eterno lugar entre las nubes. Así: con alegría, como en una fiesta en donde se celebra la vida y la muerte, en donde se le da paso a la nueva etapa de aquel ser a quien amamos, a quien admiramos, a quien debemos el ser lo que somos.

            La vida de los abuelos se extingue. Son mis padres y mis tíos, es mi suegra, son los amigos de la familia. El sentimiento de tristeza por su partida comienza a germinar. Su muerte, como el ascenso del gran cohete, no será observada por multitudes, sus funerales no serán como los de un rey, o como los de un papa. Serán muy íntimos, serán emotivos para muy pocos. Nuestros viejos no ocuparán un lugar en la historia, ni en los libros, ni en los altares. Serán recordados sólo por los más próximos.  

El futuro de ellos y el mío, en ocasiones, me provoca incertidumbre. Como abrazar una nube, abrazo la esperanza en una vida eterna. Prefiero no pensar en ese inevitable momento que llegará más tarde o más temprano. No quiero verlos sufrir, no quiero verme sufrir.

Cuando éramos niños y mi mamá buscaba despertarnos de la modorra para que ayudáramos en las tareas de la casa, solía decirnos: “¡Despabilen!”. Supe después lo que significa despabilar: quitarle el pabilo quemado a una vela para conseguir que alumbre mejor. Los viejos están perdiendo su brillo, se nos van apagando poco a poquito, como una vela. Desde mi impotencia quisiera gritarles ¡despabilen! No se apaguen. Pero su mecha ya es muy corta y no hay manera de reemplazarla.

Me quedarán los recuerdos, se me van las conversaciones. Me quedarán los buenos consejos, se me va el apoyo. Me quedará un nudo en la garganta, se me van los abrazos. Cada día y en mayor medida, las sobremesas dominicales adquieren el carácter de una despedida, el abrazo es más prolongado, acompañado por el presentimiento de que éste será el último.

La gran escritora Rosa Montero, a sus felices setenta, nos cuenta que cuando ella era una joven y veía a un adulto mayor de sesenta: le parecía viejísimo. Le admiraba mucho saber cómo es que esa persona, a la que según ella, le quedaba ya muy poco tiempo de vida, no estaba en un estado de permanente terror por la muerte que se le avecinaba. Se preguntaba: cómo es que podían andar por ahí tan tranquilos, comiendo y sonriendo en forma tan natural a pesar de que el fin ya estaba cerca. Semejante pensamiento le causaba terror. Ella en su lugar, se decía, estaría bajo la cama y aullando.  

Sin mediar pregunta, mi madre, que es ahora abuela de muchos, me comenta que su secreto para estar tranquila una vez que ha superado los noventa, es no pensar en el mañana. Ella vive el día de hoy, sino con intensidad, sí con paciencia. Me regala estas explicaciones mientras reconoce la ternura con la que la miro bajar muy despacio de la cama, buscar sus lentes, calzarse los zapatos tenis. ¡Ah! porque eso sí: ella es muy moderna. Le costó gran trabajo usar pantalones allá por los años setenta. Fue muy difícil convencerla de su utilidad práctica. Pero una vez conquistado ese territorio, se instaló en la modernidad y echó por tierra sus muy acendradas costumbres.  

 Su cuerpo es viejo, un día se descompone de esto y al otro de aquello. Pero conserva un cerebro joven, privilegiado. Acepta su vejez y la vive con dignidad. Su objetivo en la vida está aún intacto. Ella decidió ser madre de tiempo completo y atiende a sus “niños” cincuentones cada vez que la visitamos, y lo hace con el mismo ánimo y la misma alegría de siempre. Es como si el tiempo se hubiese detenido en esa casa. 

Sigue cuidando de mi padre con gran cariño, aguanta con una sonrisa sus travesuras, sus caprichos. Él vive otro tipo de vejez: la de una persona que le exige a su cuerpo hacer las cosas que practicaba hace treinta o más años. Es la negación del paso del tiempo. Es la inquietud imparable. Es un caso perdido para los consejos médicos y los de mis hermanas. 

—¿Qué pretenden? ¿Qué me la pase aquí en la casa leyendo el periódico? ¡Eso nunca va a pasar! Los árboles mueren de pie.

— Pues sí, papá, pero tú no eres un árbol. Ya tómate tus medicamentos por favor.

Los viejos se me van apagando como una velita. Por más que trate de ponerles un capelo, por más puertas y ventanas que cierre. Su flama se extingue sin remedio. Ya no escucharan mis pasos al llegar, ni las inútiles súplicas de mi inconsciente: 

¡Despabilen, por favor!

www.paranohacerteeltextolargo.com

Twitter: @LiraMontalban

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