viernes, julio 26, 2024

Tres copas – Rodolfo Lira Montalbán

Una ancha columna central sostenía la techumbre que por décadas fue eco de conversaciones, del sonido de platos y vasos que viajaban sobre charolas y se disponían sobre las mesas. De los pasos de comensales y de meseros en su constante ir y venir a la cocina haciendo malabarismos.

Afamados platillos a precios inusualmente bajos convocaron por lustros a turistas y a lugareños. En la mesa más próxima a la ventana, a las siete de la tarde de todos los días, de todos los años, se podía ver a Nacho. Su impecable guayabera blanca era reconocible desde la banqueta. Su presencia era para todos, parte del mobiliario. En su mesa, un vaso de “jaibol” tan solitario como él. Sin plato alguno que lo acompañara, sin botanas, sin pan, sin nada. Un vaso antisocial.

            Al terminar su contenido de ron con agua mineral, poco refresco de cola y sin limón, de acuerdo a los requerimientos del interesado y sin esperar nuevas órdenes, aparecía el mesero con otro vaso de iguales características. La operación se repetía tres veces. Al terminar el contenido del último vaso, la charolita que transportaba la cuenta ya no era necesaria. Doscientos cincuenta pesos aparecían junto a un vaso y sobre una mesa, ahora desocupados. La cantidad cubría los setenta pesos que costaba cada “cuba”, más los cuarenta pesos para el mesero.

            Las tres copas, entre otras funciones, tenían las de: soporífero, anestésico y fuente de calor. La guayabera de mangas cortas no ofrecía la misma protección contra el frío de la noche que el alcohol alojado en un cerebro adormecido. Los pasos de Nacho y el arrastrar de pies que las banquetas soportaban, cubrían el trayecto hasta su casa. Pasos lentos de quien no quiere llegar. Pasos titubeantes de quien no ha reunido el valor para sacar la llave, abrir la puerta, acariciar al perro, saludar al gato, únicos habitantes de esa casa. 

El miedo que alguna vez tuvo por llegar en esas condiciones, ahora era inútil. Ya no habría reclamaciones. La muerte de su esposa le ofrecía muchas posibilidades. Ahora podía llegar a la hora que le diera la gana y en el estado que mejor le pareciera. La casa era toda para él. El televisor con los noticiarios que a ella le parecían aborrecibles, estaba ahora y en volúmenes groseros, a su entera disposición. La cama: toda suya. El tiempo en el baño y la libertad de llenarlo con el humo de un cigarro, antaño prohibido, deberían ser un gozo. Pero no lo eran. Como no lo eran todas las demás libertades conquistadas. 

Un terrible sentimiento de soledad aplastaba cualquier pequeña liberación. Todo le traía recuerdos de ella. La azucarera que asomaba desde la vitrina contenía la mitad de su capacidad desde el día del funeral y contenía agravios y recomendaciones. El azúcar y sus excesos no eran buenos para su salud. Ella siempre se lo advertía: con una cucharada basta para ese café al que endulzaban dos. 

Las cerraduras de las puertas, con huellas digitales femeninas todavía reconocibles, abrían recámaras vacías, abrían recuerdos, abrían heridas. Los espacios de la casa ahora resultaban enormes. Era imperioso meterse a la cama antes de que los efectos de las tres copas desaparecieran. La guayabera: colgada, los zapatos, al pie de la cama, los miedos, a la espera.

Las tres copas reclamaban un desalojo a las tres de la madrugada, el oscuro trayecto al baño y el regreso a la cama, y a la realidad, no podían solventarse ni con oraciones, ni leyendo, ni practicando la meditación. Eran momentos de considerar un aumento en la cantidad de copas. Tal vez tres ya eran insuficientes. Tal vez a esa hora sería convenientes un par más. Tal vez la muerte también sería una solución.

El sol de la mañana que no lo calentaba, lo acompañaba en su rutina de aseo, en su modesto desayuno, en su café sin azúcar, en su camino al trabajo. Ser el dueño de una zapatería le daba ingreso y distracciones suficientes. La jornada diaria transcurría entre clientas indecisas, entre montañas de cajas que acomodar, entre proveedores, entre pésames. 

Un clavo saca otro clavo, le decían. No puedes vivir así. El tiempo te curará. El duelo pasará. Tienes que rehacer tu vida, y una colección de lindas frases llenas de ánimos solo lograban el efecto contrario para lo que eran regaladas. El hueco que ella dejó no podría ser llenado por nadie.

Llegaba la hora de bajar la cortina metálica del negocio, se encaminaba entonces al restaurante: su mesa de siempre, vacía, esperándole. Los meseros tenían un código secreto que se respetaba.  

La guayabera, el instrumento para la pulmonía con la que él buscó terminar con su vida. Las tres copas eran su compañía. Nunca menos y nunca más de tres. El recelo de tomarlas era superado por la angustia que le provocaba la soledad. La soltería lo acompañó y su fama fue comentada. 

—Mira; ahí va “el Nacho”. ¿Qué, no le dará frío?

www.paranohacerteeltextolargo.com

Twitter: @LiraMontalban

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