Conoció a la primera de ellas en su juventud. El encuentro fue gracias a la mediación de su hermano. Ha sido su compañera fiel por casi cuarenta años. Juntos cantaron y gozaron de aquellas noches interminables de amigos y copas, juntos rieron hasta el amanecer, al calor de la fogata, abrazados, con la Vía Láctea por sábana. Ese amor de ayer hoy es respeto, son recuerdos. Hoy la toca con delicadeza, como se toca algo sagrado. Hoy recorre sus curvas con veneración, la ama como a quien se sabe que permanecerá a su lado en la salud y en la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso.
Cuando creyó que sólo con ella viviría hasta el último de sus días, un giro inesperado del destino lo hizo caer en tentación y no se libró del mal. Otra curvilínea trampa lo hizo pedazos. Lo tentó, lo acosó con su belleza. Su aroma a maderas finas, a encinos y a robles, fue imposible de resistir.
La conoció en Madrid, en una tarde de verano inolvidable. Después de comer y beber abundantes vinos con amigos entrañables, bajo esa influencia y la de la tarde madrileña, caminó hasta perderse por las callejuelas añejas. El encuentro fue en la casa de don José Ramírez. ¿Cómo olvidarlo? Ahí estaba ella: callada, hermosa, coqueta. Su perfume inundó el ambiente, sus suaves curvas, su presencia, resultaron un impacto. Él no pudo resistir. Después de un acercamiento tímido, de un coqueteo nervioso, ella se dejó querer, se dejó abrazar, se dejó tocar. Sus sonidos y su acento fueron hipnóticos, fueron música del cielo. El romance comenzó. La miró enamorado y, sin más, lanzó la pregunta:
—¿Te irías conmigo a México?
No esperó mucho por la respuesta: los astros se confabularon, las constelaciones se alinearon y la tarjeta de crédito patrocinó. Y dos días después, durante el vuelo de Aeroméxico, él recargaba su cabeza en ella. Ambos lo sabían: serían inseparables a partir de ahí.
Ahora tenía dos pasiones para compartir el resto de su vida. Su corazón perdió la cordura: ¿A cuál de las dos tocar? ¿Cómo poder abrazarlas a un tiempo? Ellas lo necesitaban, ansiaban ser pulsadas, extrañaban sus manos, añoraban que él les cantara al oído.
En otro de sus viajes y bajo el influjo de una puesta de sol en la playa, y por si no bastaban dos quereres en su vida y un remordimiento constante, una aventura fugaz, una locura, una insensatez, lo hicieron caer de nuevo. Aquella coqueta hawaiana que en las playas de Honolulu le hizo un guiño, menuda, risueña, irresistible, huyó con él. No importando que sus idiomas fueran ininteligibles, un amor tropical lo aturdió. Fue un breve romance, intenso y alegre, pero equívoco.
Años después, la lista de flechazos que él creyó más que completa, fue reabierta, fue sacudida. Su aprecio por las curvas, su atracción por los melodiosos sonidos con que ellas lo volvían presa de sus encantos, terminó por conquistarlo.
Esta vez, la conoció gracias a su amigo y maestro Álvaro, quien se la presentó y le habló de ella maravillas. Dudó al principio, pero se dejó atrapar. Otro amor secreto llenaba sus tardes. Ella era moderna, estridente, alegre. Le aportaba una energía juvenil que él creía ya perdida y que ahora lo llenaba de contento. La llevó con él a casa.
Esto ya era demasiado, pensó. Ahora tenía tres devociones, y además, viviendo bajo el mismo techo, compartiendo sus tardes y canciones. Los celos no representaban problema para ninguna de ellas. Él decía que eran como una feliz familia mormona, sin culpas, sin resentimientos. Ellas viven juntas, esperan su turno de ser tocadas con callada paciencia. Es un gozo para él acariciarlas, arrancarles un canto nuevo que enchina la piel. Que conmueve los sentidos. La primera fue conocida y querida por todos los amigos. Con las otras dos, gozó de su compañía en soledad, casi en secreto, sin testigos, sin juicios.
—Decídete por una de las tres, ¿no crees que ya son demasiadas? —le ha cuestionado su esposa ya varias veces.
—¿Tener tres guitarras y un ukulele, te parece demasiado? Entonces: ¿Quién te cantará con esas guitarras? ¿Quién las hará sonar, cuando no esté yo? —contesta él, siempre enamorado.
Sabe bien que son muchas, pero no se atreve a deshacerse de ninguna. Esas guitarras han sido parte de su historia. Dedica sus tañidos a cada una por temporadas. A todas, menos al ukulele, con quien ha tenido desde el principio algunas barreras idiomáticas.
Las toca siempre a solas, siempre enamorado. Termina sus sesiones melódicas con las yemas de los dedos adoloridas, el corazón aliviado y en la memoria, a Serrat:
Mi patria y mi guitarra las llevo en mí, una es fuerte y es fiel. La otra, un papel.
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