Las cervezas y la carne asada estaban listas, la mesa puesta. Los invitados llegaron puntuales con el platillo que les tocó. Pero siempre, hay un “prietito” en el arroz: uno de los compadres se excusó de asistir a la comida dominical. Una contingencia importante se lo impedía: su nombramiento como funcionario de casilla para las elecciones que se celebraban ese día. El compromiso era, para él, ineludible.
Su nombramiento como primer escrutador lo sorprendió. Su primera reacción fue la de evadir su responsabilidad. Quiso improvisar un pretexto convincente, pero algo dentro de él, lo espoleó para aceptar.
Sus amigos reclamaron: ¿Cómo era posible que el asistente más entusiasta a las reuniones, hubiese preferido aceptar el cargo, a convivir con ellos? En su defensa alegó que la patria, le estaba haciendo un llamado, que en los cursos de adiestramiento para funcionarios de casilla, le hicieron saber: que los funcionarios insaculados al azar, son los que vigilan, cotejan y cuentan los votos. Las autoridades sólo informan lo que los ciudadanos ejecutan. Los fraudes son, ahora, difíciles de consumar.
Sus argumentos encendidos, carecieron de peso para el grupo. Su incredulidad ante todo lo que oliera a partidos políticos, a resultados electorales, era poderosa y, por desgracia, comprensible. Las decepciones coleccionadas a través de tantas promesas incumplidas, los hicieron desconfiados. Y a él: indeciso.
Venciendo dificultades de toda índole, entre ellas la pereza y la modorra, obedeció al despertador cuando, patriótico, sonó a las 6 de la mañana, de ese domingo 6, del mes 6. Bañado y ataviado con su camisa dominguera, salió con rumbo a la casilla, en donde poco a poco fueron llegando: el presidente de casilla, los secretarios, los escrutadores, los representantes de partidos, la instructora del Instituto Nacional Electoral y más de cuatrocientas personas, que hicieron fila por más de dos horas con paciencia, con civilidad, con la emoción de aportar su grano de arena para afianzar la siempre tambaleante democracia. Pero, sobre todo, para poder ver a la cara a sus hijos y nietos, con la satisfacción de dejarles un mejor país.
El proceso transcurrió en paz, con optimismo. El ambiente era festivo, vecinos intercambiando saludos, felicitándose mutuamente. Sacaron a orear sus principios y sus credenciales de elector. Las había muy usadas, otras, recién estrenadas, y un par, para bochorno y decepción de todos: vencidas.
Con las urnas llenas y el horario cumplido, se suspendió el acceso a votantes remisos, se contaron los votos, se llenaron las actas. Cuando el reloj marcó las veintitrés horas, con emoción y en medio de aplausos, se firmó de conformidad y se declaró el cierre.
Muchas anécdotas emotivas habitaron desde ese día en la memoria de los funcionarios: una electora solicitó que, de ser posible, no se le aplicara tinta indeleble en el pulgar. Mostró sus manos descarapeladas. La dermatitis había sido severa con ella. Conmovidos, le explicaron que el reglamento es muy específico al respecto, pero, solidarios, aplicaron una porción ridícula.
—¡Échele más, joven! aunque me arda, quiero cumplir.
En sus cuellos y espaldas, cargaban dolores felices. El deber cumplido es el mejor sedante. No hay manera de quejarse ante el desfile de bastones, de sillas de ruedas tripuladas por nonagenarios votantes resueltos, con sonrisas de esperanza.
Al día siguiente, para compensar a los amigos, por su falta de asistencia a la comida y por haber cumplido, a pesar de todo, con votar, los invitó a un lujoso restaurante.
El mesero solicitó con propiedad:
—Señor, ¿tiene usted lista su elección?
—Por supuesto, más que lista, y a mucho orgullo. Mi elección fue completada con éxito. Feliz de saber que cumplimos, una vez más, como ciudadanos. Que no fallamos a aquellos que, por nosotros, dieron su tiempo, su salud y hasta su vida, para que, con seguridad, podamos depositar nuestro voto en las urnas, y no las cenizas de los luchadores sociales, en otras urnas.
Fueron héroes, murieron frente al pelotón de fusilamiento, o por la espalda, en forma cobarde, por quienes, desde el poder, les dispararon. Antaño se les combatía con balas, hoy, con votos. En algunas regiones del país, la práctica continúa; ellos matan con balas, el gobierno abraza, ellos atacan a inocentes, el régimen contraataca con limosnas, con descalificaciones, que nos separan, nos clasifican.
De ahí la importancia por demostrar que tenemos un dique llamado voto, que se contrapone a cualquier ambición, a los excesos, a la estupidez. Con nuestros cubrebocas en ristre, luchando contra los virus que también matan, salimos muchos a cumplir, a votar con valor, con alegría.
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