En medio de las imágenes perfectas de un comercial de televisión, un refinado personaje caminaba por la extensa cochera de su mansión. Entre árboles podados en forma artística y a la orilla de una fuente de proporciones espléndidas, un enorme vehículo le esperaba. El individuo, envuelto en vistosa ropa deportiva, depositaba en la espaciosa cajuela, el equipo propio para jugar al golf.
Una vez sentado al volante, se colocaba los lentes oscuros, los guantes, revisaba en forma minuciosa los controles, ajustaba su asiento y los espejos. Los efectos de sonido daban la sensación de que el hombre estaba en realidad al mando de un avión. A su lado, su esposa, una rubia despampanante, como corresponde a las esposas en este tipo de comerciales. Obedeciendo instrucciones, ella abrochaba su cinturón de seguridad y extinguía su cigarrillo. Se concretaba a mirarlo con orgullo, a seguir el juego aeronáutico y a esbozar una sonrisa de complacencia.
Era el mundo perfecto, el auto de mis sueños. (En las épocas en que aún no cambiaba de sueños). Emulando al personaje en cuestión, abordaba mi auto compacto de precio razonable. Revisaba controles, subía y bajaba palanquitas, movía los únicos tres botones a izquierda y derecha, revisaba que todas las ventanillas funcionaran a la perfección, ajustaba en forma manual los espejos. Completaba un ritual tan elaborado, que un experto en aviación, me hubiese dado altas calificaciones.
Supongo que no es necesario explicar que todo este protocolo lo realizaba en la intimidad. La sonrisa de orgullo del equivalente a mi rubia despampanante, al descubrir mis técnicas, tendría una tendencia mayor hacia la burla o al franco desconcierto.
Una vez en las calles aledañas a mi domicilio, carreteando en preparación para el despegue, es decir, antes de tomar la avenida rápida, o las velocidades de crucero que suponían las vías de alta velocidad, anunciaba mi plan de vuelo. La comunicación con la torre de control era imprecisa: en vez de escuchar la voz de los operadores, la radio solía darme los noticiarios.
Una vez alcanzada la altura adecuada, con el tren de aterrizaje retraído y en la soledad de las largas rectas, mis ventanillas mostraban imágenes pasando a gran velocidad. Debo confesar que al alcanzar MACH 1, equivalente a la velocidad del sonido, que en mi tablero se ubicaba entre los 120 y 130 kilómetros por hora, mi nave solía emitir sonidos extraños que el “maistro” Porfirio, mecánico en aviación de mis confianzas, nunca pudo detectar. Por seguridad mía y la de mis pasajeros, establecía mi velocidad de crucero en los 110 kilómetros por hora.
La precisión al esquivar baches y tomar las curvas era mi orgullo. Mi aeronave volaba suave y silenciosa, mis pasajeros no advertían lo cerrado de las maniobras por ir entretenidos en amena charla o en siestas despreocupadas. Mi concentración al manejar ya era costumbre entre el pasaje. La tripulación, ubicada en el asiento del copiloto, era la encargada de disculpar ante los nuevos viajeros mi indiferencia profesional.
Su delicada labor incluía el estar atenta al radar y emitir la advertencia de: ¡Aguas! ante cualquier situación de peligro, real o imaginario. Aunque muy útil, en ocasiones, el sistema era muy sensible a cualquier niño, viejito o perro que intentase cruzar la calle a tres cuadras de distancia. Confieso que era un tanto molesto, pero en cuanto a seguridad aeronáutica, no se debe dudar al exagerar la cautela.
Lluvias torrenciales, granizos, neblinas o vientos, nunca fueron impedimento para remontar el vuelo. Mientras otras naves decidían esperar por condiciones más favorables, mi seguridad al mando, sin contar con mi orgullo, me impedía desistir. Tanto la tripulación como los pasajeros no disimulaban expresiones de espanto. Ante ninguna de ellas me arredré jamás.
Los vuelos con escalas no eran mis favoritos, pero la atención que me caracteriza, me aconsejaba aprovechar para repostar los niveles de la nave mientras mis pasajeros bajaban al baño, y a su vez, reabastecerse de refrescos y viandas chilosas.
Los nuevos sistemas de geo localización han venido a completar mi fantasía. No dudé ni por un momento en invertir en la compra de uno de los primeros que salió al mercado. Aunque no tan exacto como los actuales, era el instrumento ideal para la navegación. Tan inexacto era, que en alguna ocasión, el aparato me llevó por una ruta equivocada. Al llegar a un panteón me indicó: “Ha llegado a su destino”. Y antes de que anunciara: “Recalculando”, mi copiloto despampanante ya había ordenado: “Tira esa porquería”.
Víctima de sus burlas y depositario de las especulaciones emitidas al respecto de mi salud mental, pondré fin a este relato. Sepan que la ilusión de pilotar un avión no está en mis planes; le tengo pavor a las alturas. Pero en mis delirios de piloto, que no son diarios ni constantes, convertir al auto en una poderosa nave, ha hecho de algunos de mis aburridos viajes, una experiencia mucho más divertida.
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