Los peldaños de madera crujían bajo sus pies. Se detuvo a mitad de la escalera mientras nivelaba su respiración. A pesar de que solo eran dos pisos los que lo separaban de su departamento, se sofocó. Aprovecho para frotarse los ojos después de quitarse los lentes, ese cosquilleo en las pupilas le hizo querer mantenerlos cerrados durante unos segundos más. Una vez recuperado el aliento continúo subiendo por las escaleras.
Percibió ese olor nauseabundo que le era tan familiar; a aceite quemado, a humedad, a moho, a sudor. Seguían ahí, no importando las veces que hubieran limpiado las paredes y el piso del edificio. Igual que las manchas de café, de salitre, de alcohol barato y hasta de sangre que se escurrían por el tapiz de las paredes. Una puerta se cerró de golpe, lo sobresaltó. Le hizo recordar que los muros también guardaban sus propios sonidos; gritos de hombres borrachos, llantos de niños hambrientos, golpes en el suelo o en la pared; esos que quiebran las horas muertas, que surgen a mitad de la noche cuando la soledad y el hambre duelen más. Son los sonidos que conocía bien después de vivir por casi 30 años en ese mismo lugar. Llegó ahí con la maleta llena de libros, soñaba en convertirse en un famoso escritor. Entonces, aún era joven. Al recordar aquella época, lo embarga una sensación de desprecio a sí mismo; que incrédulo había sido. Él no tenía el talento suficiente para escribir o como los editores le habían dicho: “debía esforzarse más”. Ahora, mientras abría la cerradura oxidada y empujaba la puerta, volvía esa sensación que lo había mantenido atrapado en ese miserable lugar: se sentía salvado.
Se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero, se alisó los escasos cabellos revueltos por el viento. Sin encender la luz, caminó por el estrecho pasillo hasta llegar a la cocina. Ésta se iluminó al abrir el refrigerador, sacó un poco de queso y una botella. Sorbió un poco de ron y lanzó un suspiro. Escuchó un leve gemido…era ella.
A veces la olvidaba. Miró la puerta entreabierta, ni un centímetro más, tal como la había dejado por la mañana. Respiró aliviado. La abrió, entró sigiloso, tomó un manojo de hojas arrugadas que lo esperaban regados sobre el piso. Un grito rompió el silencio. Después, le llegó una risa estruendosa, sardónica. Se quedo inmóvil en el umbral de la puerta. No era usual escucharla reír. Quiso decir algo, pero se arrepintió. Cerró la puerta de golpe. Sonrió complacido, en sus manos llevaba las últimas páginas del libro que lo harían famoso. Solo tendría que transcribirlo en su vieja máquina de escribir… y entonces, ya no la necesitaría más. Se encaminó al despacho, encendió la luz que colgaba de la pared agrietada. Trozos amarillentos de periódicos se iluminaron, la misma mujer aparecía en todos, sonriendo. Era Anne Boyer; la célebre escritora. La lluvia que golpeteaba en la ventana le hizo recordar mucho tiempo atrás cuando la abordó con el pretexto de pedirle una firma y la empujó al interior de su automóvil. Ese día también se caía el cielo. Recordó la euforia que lo invadía al saber que llevaba consigo a la mujer que lo llevaría a la cumbre literaria. Ignorando los incómodos chillidos y pataleos que provenían de la cajuela en donde se encontraba; atada de pies y manos. Ella escribiría el libro que él nunca podría haber escrito. La obligaría, la torturaría si fuera necesario. Él se haría famoso. Ella moriría en el olvido. Ya no sería el viejo fracasado que provocaba lástima.
Escribía bajo la luz ámbar, la última hoja en su antigua máquina de escribir, cuando una soga lo aprisionó por el cuello. Trató de zafarse, pero fue inútil, regresó el sofoco, se le acabaron las fuerzas. Rodó al piso con la cara violácea y los ojos vidriosos.
Unas manos tomaron el manuscrito y la hoja con la tinta aún fresca. La estruendosa risa volvió, esa risa sardónica y triunfal que había quedado atrapada entre esas cuatro paredes mientras escribía…
Un fuerte golpe estremeció el departamento al salir.