lunes, diciembre 23, 2024

MI DECÁLOGO DE VIDA (2ª Parte)

G. Virginia Sánchez vuelve a compartirnos un poco de su vida, de sus experiencias, una de aquellas historias que llevan grandes significados y aprendizajes. En este caso, nos habla sobre la empatía y el gran impacto que tiene en las personas, pues expresa que ésta es:

• Saber escuchar

• Comprender al otro. 

• Identificarse con el otro. 

• Ser solidario. 

• Ser respetuoso.

La empatía es un don o una actitud que invariablemente tiene dos vías: ida y vuelta. Expresado de forma diferente: lo que se da, se recibe multiplicado

Virginia asegura que la empatía le ha aportado tanto en su vida como ella, de forma recíproca, ha tenido la oportunidad de aportar. Especialmente porque ser empático es una actitud que ocupa una parte primordial y muy redituable del decálogo (ese conjunto de reglas que se consideran básicas para una actividad) que la ha acompañado a lo largo de los años. 

Sólo aquellos que la conocen desde que era niña o adolescente, sabe y es testigo de cómo dejó de ser la persona más tímida e insegura, después de leer un maravilloso libro titulado La importancia de la empatía; tampoco pasaron desapercibidas algunas pláticas con un maravilloso amigo jesuita. Fue gracias a estas coincidencias (no en un sentido fortuito, sino de similitud) que pudo rescatar esa parte que ni ella misma sabía que habitaba en su ser. 

De la mano de ese sentido de empatía autentica, tiene amigos maravillosos y ha logrado trabajar en proyectos muy importantes en grandes empresas; pero, en esta ocasión, relata una muestra (seguro que es una de varias) en las que sus pensamientos se volvieron convicciones y acciones. 

Sucedía que, una de las pequeñas discrepancias con Luis, su segundo esposo, se debía al trato que ella tenía (y seguirá teniendo) hacia personas como cuidadores de carros, empacadores de supermercado, choferes o meseros. Virginia tiene la costumbre de saludar y hacer charlas pequeñas, de sólo un par de comentarios preguntas, con las personas que brindan un servicio, pues es una forma de darles reconocimiento, al que ellos invariablemente responden con buena actitud. 

Ella puede hacer dar comentarios o frases tan simples, pero significativas, como: “Parece que hoy va a hacer mucho frío, qué bueno que trae chamarra” o “¿ya desayunó? ¿Quiere que le traiga fruta o pan?”. Emplear esas palabras, esa actitud y efectivamente entregarles aquello que le pidieron, podía ser seguido de una conversación de no más de cinco minutos que terminaban en: “Que Dios me la bendiga, que Dios le dé más. Cuando necesite algo, cuente conmigo. Que llegue bien”.

Nunca imaginó que, con el tiempo, recibiría una ayuda muy valiosa y espontanea (sin duda una retribución por esa amabilidad y empatía) de una de esas personas. 

En los tiempos en que Luis comenzaba a estar distraído y con la mente muy dispersa, fueron a un pequeño centro comercial que contaba con tres sucursales bancarias, unos cuatro pequeños restaurantes y otras pocas tiendas. 

Ese conjunto de comercios y bancos estaba apenas medio metro por encima del estacionamiento, sólo tres escalones separaban uno del otro, con conjuntos de escalinatas cada diez o quince metros.

Mientras ella se dirigía a uno de los bancos, Luis iba a una tienda de quesos y vinos que se encontraba a escasos y contables pasos. Como sucede en la mayoría de las ocasiones, salió del banco después de más de media hora… pero Luis no estaba a la vista. Buscándolo, entró a varios locales, pero no estaba en ninguno, ni siquiera lo habían visto. En la vinatería sólo pudieron decirle que sí había estado ahí, que había preguntado por varias marcas de vino tinto y, al final, se había ido sólo con medio kilo de queso manchego español, un bocadillo que le gustaba y no permitía que faltara en casa. 

Al salir de la tienda, el cuidador de carros (que ya los identificaba perfectamente) la alcanzó muy alterado, diciendo: “¡Señito, señito, venga pronto! Su esposo está tirado debajo de un carro”. El cuidador, que ya le había mencionado que se llama Beto, sin darle más explicaciones, le dijo que la siguiera, lo primero que pensó Virginia fue que lo vería atropellado. 

Luis estaba con medio cuerpo debajo de un carro estacionado (que no tenía conductor), bocabajo, con sólo un zapato puesto y se alcanzaba a ver que a su pantalón estaba por separársele la parte de la pierna. Poco después, llegaba el conductor a pasos agigantados hacia su coche, se le veía tan o más asustado que ella. 

Días más tarde supo que Beto lo había ido a buscar, junto al doctor de la farmacia que se encontraba a media cuadra. El doctor dio las instrucciones para que, entre los tres hombres, jalaran a Luis lenta y suavemente, fueron escabrosos minutos que, para Virginia, fueron largas horas. 

¡Es increíble cómo el tiempo puede percibirse mucho más largo o corto, según la situación que se esté viviendo!

Le hablaban y hacían preguntas, pero él no respondía. Ella permanecía expectante junto a Beto, a quien incansablemente le expresaba su agradecimiento, ella recuerda cómo las únicas palabras que podía decir eran: “Gracias, Beto; gracias, Beto; gracias, Beto”. Cuando al fin sacaron a Luis, inconsciente, de debajo del carro, Beto le respondió: “Dios me dio la oportunidad de pagarle un poquito la bondad y la forma con la que me ha tratado”, y le explicó que, desde lejos, había visto cómo Luis, en lugar de bajar por la escalinata, dio el paso desde arriba y cayó hacia abajo del carro que estaba estacionado. 

A todo esto, en el lenguaje de Virginia, no lo llamaría bondad, sino una necesidad de ponerse en el lugar de la otra persona. Actitud que, sin duda, puede cambiar el día de un prójimo.

Correo: g.virginiasm@yahoo.com

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