La habitación estaba en silenciosa penumbra, iluminada solo por los tímidos pabilos de algunas velas encendidas sobre la mesa, que eran parte de los simbolismos de aquella hermética sesión espiritista. El sol transitaba apenas en dirección poniente y aún distribuía mucha de su claridad, pero las oscuras cortinas cerradas no estaban de acuerdo en compartir ese amable regalo de luz.
Seis circunspectas personas con los ojos cerrados y tomadas de las manos ocupaban sus seis apolilladas sillas, extremidades ellas de una vieja mesa circular. Una de esas personas era yo, escéptico hasta ese momento. No había pasado nada todavía y ya me sentía víctima de una estafa. La persona que presidía la sesión como médium de contacto después de varios conjuros y aparentemente listo para recibir el mensaje extrasensorial estaba ya en trance. Invocaba a petición mía al espíritu de mi abuelo Eduardo.
La mesa comenzó a levitar y la pequeña campanilla que estaba encima lo hizo también dando tres leves repiques. El espíritu de mi abuelo se apoderó entonces del inerme cuerpo del ministro. Con una inclinación de cabeza saludó a la concurrencia. Se dirigió a mí por ser el único asistente con los ojos y la boca bien abiertos.
—¿Dónde estoy? ¿Quiénes son ustedes? — fueron sus desconcertadas primeras preguntas.
—Soy Rodolfo, tu nieto, hijo de Isabel.
—¿Hijo de Isabel? Pues mira tú, al final me obedeció y no suspendió la boda. Solo a mí se me ocurre morirme en la víspera. Me da gusto por ella. Así que tú te llamas Rodolfo, ¡claro!, como tu padre. Y dime, hijito: ¿Tú de que te moriste?
—No, abuelo, todavía no he muerto, estamos en una sesión espiritista.
—Ah caray, ¿y qué hago yo aquí?
—Pues mira, abuelo, te hice venir porque necesito de tu ayuda. Estoy haciendo un árbol genealógico y estoy atorado, me faltan muchos datos y muchas fechas. Se las pregunté a mis padres y a mis tíos pero ya agoté su paciencia y sus recuerdos también. Solo tú me puedes dar algunas pistas.
—¿Árbol genealógico? ¿Y para qué lo quieres?
—Es mi tarea de cierre de curso para el taller de escritura en el que estoy.
—¿Taller de escritura? ¿No estarás ya muy grandecito para aprender a escribir?
—Pues sí, abuelo. ¿Cómo la ves? — De niño aprendí a leer, pero llevo cincuenta años aprendiendo a escribir.
El abuelo me miró con incredulidad desde los ojos del médium que, siendo al principio de la sesión cafés, ahora ya eran de un azul muy claro, casi blanco. Se puso de pie y comenzó lentamente a recorrer la habitación y a observar cada detalle que la oscuridad le permitió. Se detuvo frente a la ventana y tímidamente abrió un poco la cortina.
—¡Hay mujeres en calzones corriendo en el parque! — me dijo alarmado.
Y entre abochornado y curioso me hizo rápidas señas para que mirara por mí mismo.
—No, abuelo, no están en calzones, es ropa deportiva, se llaman Leggins y esas chicas corren para hacer deporte.
—¿Deporte? Ah, menos mal. ¡Qué buen susto me llevé! Pues mira mi hijito, respecto a tu pregunta: Te puedo ayudar sin problema, pero si yo me asomé a la ventana y me llevé este susto, imagínate tú que te quieres asomar al pasado. ¿De verdad no te asusta?
—En realidad no, abuelo, me esfuerzo cada día porque ni el pasado ni el futuro me perturben. Procuro seguir el consejo popular: ¡Vive el hoy!
—¿Vive Eloy? No puede ser, mi compadre Eloy murió en 1959.
—El hoy, abuelo, el hoy.
—Ah, el día de hoy. Disculpa el chascarrillo tonto pero es a propósito. No quiero que te quedes con el recuerdo de que soy como el solemne personaje de esa foto mía que estaba en la sala.
—Recuerdo esa foto y te lo confieso: me dabas miedo pero también tristeza. Te veías tan serio y pensativo.
—Tienes razón, no era mi mejor cara. Salí con el semblante muy serio y curtido por el sol y las preocupaciones. Pero esa era la imagen de los padres de mi época. Muchas veces teníamos que aparentar seriedad para ser respetados, pero no éramos un tótem sagrado también reíamos y también llorábamos.
—Oye, abuelo, ¿y no crees que en ese afán de educar con rigor a veces asfixiaban sin querer a los hijos y sobre todo, a las hijas?
—Sí mi hijito, pero por el hecho de ser padres teníamos que infundir respeto, o lo que es peor, miedo. Nos guardábamos el cariño. Las expresiones de amor eran muestras de debilidad. ¡Ah, pero eso sí! En las casas había mucha disciplina y mucho orden y la nuestra no era la excepción. Aunque la verdad había peores.
—Mucha disciplina, es cierto. Pero mucho miedo y muchas mentiras. Ahora las cosas han cambiado. Ya no te tocó ver la apertura y las locuras de esta época. Soy de la generación sándwich, obedecemos a los padres pero también a los hijos. Creo que ya se nos pasó la mano, por querer ser tan comprensivos hemos sido más bien permisivos.
—¡Sí! ¡Ya vi a esas niñas en calzones! Me dirás lo que quieras pero son calzones.
—Yo creo que en tu generación y en la mía cometimos errores en la educación, pero al final lo hicimos por amor.
—Pues sí, mi hijito, pero acuérdate: “Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”. Pero a ver, ya estuvo bueno de filosofías. ¿Qué quieres saber del pasado?
—¡Ah, de veras! ¡El árbol! Pues mira, abuelo, es muy simple: solo necesito los nombres de tus padres y de tus abuelos y de los antepasados de los que te acuerdes y de ser posible sus fechas de nacimiento y de defunción y algún comentario sobre ellos que me puedas hacer.
—¿Todo eso quieres saber? ¿Acaso eres del censo, mi hijito? ¿Y qué ganas sabiendo? La verdad, no le veo la utilidad.
—Pues la principal razón, aparte de cumplir con mi tarea, es por curiosidad. ¿Qué tal que me encuentro una sorpresa? ¿Con algún personaje famoso? ¿O con un héroe nacional? ¿O hasta un pariente de otro país?
—¿Y qué tal que solo te encuentras con personas comunes y corrientes? ¿O con gente mala que te avergüence?
—Puede ser, pero tal vez eso me ayude a conocerme mejor y a reflexionar sobre la vida. ¡Imagínate, abuelo! somos producto de millones de combinaciones que fueron posibles, eso me parece alucinante.
—¿Y si en vez de reflexionar te pones a trabajar o a hacer algo de más provecho?
—Esto es de provecho, abuelo, y a toda la familia le puede servir o por lo menos entretener, seguro que habrá algunas sorpresas.
—¡Qué sorpresas ni que ocho cuartos! Lo mejor para la familia es que se pongan a trabajar y dejen de estar de ociosos.
—No todo es trabajo, abuelo, también hay mucho por descubrir y mucho por aprender, hay que buscar un propósito y disfrutar. La vida es corta, sin ofender.
La campanilla que levitaba aún sobre la mesa dio de nuevo tres leves repiques avisando que el tiempo de la comunicación con el más allá, se agotaba. La angustia me asfixió: el abuelo se iría sin contestar a mis preguntas y mi presupuesto para sesiones espiritistas estaba agotado.
—¡Abuelo! ¡Rápido! Dime lo que más puedas. ¡Que se nos acaba el tiempo!
—Tranquilo, mi hijito, no te preocupes. Te voy a dar un buen consejo: métete a Google y le “picas”: “Árbol genealógico”. Te van a salir un montón de páginas muy buenas. ¿Qué creías? ¿Que en el más allá estábamos tan perdidos? No, mi hijito, ¡Sabemos más de lo que tú crees! ¡Ahh! Pero de que esos son calzones, ¡son calzones! Y yo no sé para qué pagaste una sesión espiritista. ¡Modernízate, mi hijito!
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