Hace ya muchos años, mi marido, sus papás, mis dos hijos y yo, acostumbrábamos ir a esquiar en la temporada de fin de año; algunas veces era a Europa, otras a Canadá.
En uno de esos viajes, durante la cena de fin de año, tuvimos un disgusto muy fuerte mi esposo y yo. Su conducta y sus ofensas habían rebasado mis límites.
Sin cenar, me levanté de la mesa y me dirigí a la recepción a solicitar un boleto para el próximo vuelo a Ciudad de México. Conseguí en uno que saldría en 3 horas.
Me dirigí a la habitación, empaqué mi ropa y sin despedirme de nadie, ni siquiera de mis hijos, tomé un taxi rumbo al aeropuerto.
El avión hizo escala en Houston, en donde abordaron 4 pasajeros más. Transcurrió menos de una hora y despegamos nuevamente. A escasos minutos de haber dejado la pista, cuando las luces de la ciudad ya casi no eran visibles, salió de la cabina el copiloto y empezó a enfocar la poderosa luz de su linterna hacia el ala derecha de la aeronave. Pasaron unos minutos y entonces fue el capitán quien hizo la misma operación.
Entró a la cabina y pronto comenzó a dirigir un mensaje para todos los pasajeros: “Traemos fuego en el ala derecha, vamos a regresar y tratar de aterrizar. Por favor, todos quítense los zapatos y póngalos debajo de su asiento, al igual que todas sus pertenencias, doblen el cuerpo sobre sus rodillas, ajusten bien el cinturón”.
A partir de ese momento, solo se escuchaba en el avión, un murmullo provocado por el rezo de cada pasajero.
Creía que no era verdad que, en solo un minuto o unos instantes, pasa por la mente toda tu vida y sus vivencias, tan claras como si las estuvieras viendo en un video. ¡Yo lo experimenté y a la fecha sigo sin comprender ese fenómeno!
Desde el avión, que ya se dirigía al aeropuerto de donde había despegado, nuevamente se podían observar las luces de la ciudad y en seguida las pistas del aeropuerto.
En ese momento, a una pasajera le invadió el terror y empezó a dar unos gritos horribles. De inmediato, la sobrecargo se desabrochó el cinturón y, sin dudarlo un instante, se dirigió hacia ella, le plantó dos cachetadas y le ordenó que se callara… la señora obedeció.
Simultáneo al descenso del avión para tomar pista, mi corazón latía a toda fuerza. ¡A tal grado que podía sentir sus latidos! Cuando al fin la aeronave tocó tierra, di gracias a Dios, pero tristemente… ahí no terminaba la pesadilla. Permanecimos en el avión por casi dos horas, mientras decenas de mecánicos se acercaban y alejaban tratando de reparar la falla.
Y sucedió lo increíble… ¡Volvimos a despegar en la misma unidad rumbo a Ciudad de México! Por supuesto que, durante el vuelo, nadie quiso aceptar el desayuno que ofrecían las sobrecargos. No hubo una sola persona que se dirigiera a los baños. Era tal el silencio, que parecía que en el avión no iban pasajeros.
Pasaron meses antes de que yo tuviera el valor de volver a viajar en avión. Cuando al fin lo logré, fue gracias a la bendita Logoterapia, que en ese tiempo estudiaba. Uno de los métodos para vencer miedos es la llamada “Intención paradójica”, que consiste en que uno se ubique en el centro de ese terror y se pregunte: Si este suceso que me provoca el pánico se hiciera realidad… ¿qué es lo peor que puede pasar?
Cuando me obligué a volver a viajar en avión, elegí un asiento junto a la ventanilla. Ya en vuelo, me concentré hasta casi sentir que el avión ya iba en picada, me hice la pregunta y mi respuesta (supongo que muy tonta) fue: “Los dos minutos que tarda en llegar a tierra y explotar, deben ser terroríficos, pero ¿y después?” Mi respuesta fue que yo ya estaría muerta, no sentiría nada y eso sí… ¡Pobres de mis hijos y de mis familiares! Así, hasta la fecha viajó tranquila y sin miedo.
Unos meses más adelante de este suceso, por mi trabajo tuve que viajar a Cancún.
En ese vuelo sucedió otro evento indescriptible. Como media hora antes de llegar al destino, el piloto anunció que íbamos a entrar a una zona de fuertes turbulencias. Así fue.
Unas filas delante de donde yo iba, viajaba una señora con su marido. A tantas bajadas y subidas del avión, entró en pánico y empezó a gritar lo más fuerte que podía: “Mi cielo, mi vida, te prometo que si salimos con bien de este vuelo… ya nunca más te voy a engañar con tu mejor amigo”. El pobre esposo, fúrico, le ordenaba que ya se callara pero ella, enloquecida, no dejaba de repetir su promesa.
Obviamente que el resto del pasaje, yo incluida, no salíamos de la sorpresa, ni podíamos dejar de reír. Cuando el avión aterrizó, nadie se movió de su asiento. Teníamos la curiosidad malsana de querer ver la cara y actitud del marido y la de la señora.
La lección que aprendí con esas vivencias durante dos vuelos, se llama: “La vida está llena de imprevistos permanentemente”.
g.virginiasm@yahoo.com