sábado, septiembre 7, 2024

La hora fue solo fantasía – Teresita Balderas y Rico

Cuando hay reunión entre amigas que se conocen de muchos años, es fascinante compartir los recuerdos de las experiencias vividas en diferentes etapas.

Conozco a Sofía desde la primaria, hemos experimentado hechos similares por nuestra profesión. Cada vez que nos reunimos, conversamos de todo sin llegar a una conclusión. En esta ocasión, después del segundo café, hablamos de cuando estudiábamos en la Normal. Sofi inició. Su rostro me pareció más joven, con mirar luminoso, la media sonrisa de sus años juveniles.

─Amiga, anoche soñé que estaba estudiando en la Normal y que por fin daba la hora al chico que la solicitaba.

─Fuiste muy cruel con él, Sofi.

─De no haberlo hecho, la magia se habría terminado de inmediato. 

Mi amiga empezó a narrar lo que veía y sucedía en el camino de regreso a casa.  

Después de interminables despedidas con los amigos, caminaba media cuadra de la calle de Hidalgo, continuaba por Guerrero hasta la Ribera del Río, hoy Avenida Universidad. Cruzaba la calle, y seguía por Cuauhtémoc.

Entre Ribera del Río, y la calle de Primavera, había una pulquería llamada “El K- chete”. El nombre causaba hilaridad —los que ingerían este elíxir, quedaban con el cachete sobre la banqueta—. Entre Primavera y Héroe de Nacozari se encontraba otra pulquería: “La Atómica” con una redondeada bomba dibujada en la pared. Al verla, imaginaba la panza de los señores que de ahí salían.

Los dueños de la pulquería eran muy respetuosos de las normas sociales. En la puerta tenía escrita la leyenda: “Se prohíbe la entrada a uniformados, curas, mujeres y niños”.

En la esquina de Cuauhtémoc y Héroe de Nacozari estaba ubicada la cantina “Chava invita”. Muy famosa en Querétaro, conocida por lugareños y de otras regiones. Se fundó en 1944.

Al cruzar la calle, entraba a la antigua estación de ferrocarril. Fue fundada en 1903 e inaugurada en 1904, en la época de don Porfirio Díaz. Durante décadas fue muy concurrida, había gran demanda de viajeros. La corrupción, el abandono, y la voracidad de la clase política entre otras razones, originaron que Ferrocarriles Nacionales de México se convirtiera en un lastre. No producían y sufrían grandes pérdidas.

Este popular medio de transporte, Ferrocarriles Nacionales de México, sólo quedó como emblema. En 1997, la vieja estación funcionaba solo para trenes de carga, después fue donada al gobierno municipal para fines culturales. 

Me gustaba pasar por la sala de espera y observar las actitudes de los pasajeros, que ansiosos esperaban al tren de las tres de la tarde: “El Águila Azteca”.

La estación cobraba vida, se vestía de brillantes colores. Se escuchaban las voces de los pregoneros, se percibían los aromas de las comidas y las aguas frescas. Aún creo escuchar sus voces: “Ándele, señorita, señora, señor, compre un vasito de agua fresca, bien fría, de pura fruta. Mírela, todavía tiene los pedacitos”.

Después del área de pasajeros estaba la de carga. La paquetería estaba acomodada acorde al tamaño y peso. Ahí laboraba gente joven, se requería fuerza y rapidez para subirla al tren. 

Los jóvenes se lucían enviando piropos a las chicas: “San Pedro abrió las puertas del cielo para que salieran los ángeles”.

Había hermosos y bien cuidados jardines, con frondosos árboles, rosales, azucenas, margaritas, jazmines y alcatraces. 

En aquellos años, no había puente sobre la calle Felipe Ángeles. Si un tren hacía cambio de vía, había que esperar de quince a treinta minutos. Los conductores del camión urbano y de los pocos autos que transitaban, se desesperaban. Con frecuencia le recordaban la mami al maquinista.

Las personas que iban a su trabajo o a la escuela, como era mi caso, tomábamos decisiones drásticas. Los hombres subían al tren por donde se enganchan los vagones. Las mujeres nos pasábamos por debajo, lo hacíamos a la mitad de un vagón, para tener oportunidad de salir en caso que el tren se moviera, como me sucedió en varias ocasiones.                                                    

Al pasar la calle de Felipe Ángeles estaban las casas de los ferrocarrileros, eran   muy pintorescas, me gustaba verlas. Entre éstas y las vías del ferrocarril, se podía caminar tranquilamente para acceder a la zona arbolada conocida como “Los Alcanfores”. Este era mi diario andar de regreso a casa.

Antes de entrar al pequeño bosque, estaba un enorme taller. Ingenieros, técnicos y obreros tenían la gran responsabilidad de reparar los rieles, revisar los durmientes y otros implementos necesarios para el buen funcionamiento de los trenes.

Un enrejado del piso al techo, constituía los muros del taller. La gente que caminaba por fuera del enrejado sólo percibía las siluetas de quienes ahí laboraban, pero los que estaban dentro, veían lo que afuera sucedía. 

Esta anécdota sucedió durante los años de mi formación normalista, excepto en el período de vacaciones o de prácticas.

Un día, de regreso a casa, escuché junto a la reja una voz agradable y varonil de un joven:

“Buenas tardes, señorita. ¿Me dice su hora, por favor?” No respondí, por temor a que después me faltara al respeto. Se escucharon varias voces que decían: “Ya ponte a trabajar, todavía no es hora de salir”. Así pasó la primera semana. En la siguiente, estuve a punto de responder al joven, por fortuna reflexioné y no lo hice.

No tenía derecho a desaparecer aquel momento mágico que espontáneamente se había creado. Al paso de los días, más voces se unían: “Eres un rogón, esa señorita nunca te va hacer caso, ella es una estudiante”. Éstas consignas sucedían a diario; lo que no cambió fue la petición de la hora.

Cuando pasaba por el taller, durante algunos segundos, el yunque descansaba, la fragua languidecía, el martillo esperaba, la sierra se detenía. En ellos, los músculos se destensaban, las neuronas se avispaban y la risa fluía. Todo eso, tan solo por ver pasar a la chica normalista que no les daba la hora, pero que volteaba un poco hacia ellos esbozando una ligera sonrisa. 

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