Esa mañana de domingo, Antonieta estaba muy triste, sentía que la casa la ahogaba. Tomó la mano de su pequeña hija y salieron al bien cuidado jardín del frente de su casa. Su marido lo había creado para ella. Pero, en la situación en que vivía, eso ya no importaba.
La niña, un poco asustada, veía su madre que lloraba.
─Mami, ¿qué te pasa?, ¿por qué lloras?, ¿estás pensando en papá?
─Me duele un poco la cabeza. No te preocupe,s nena, con el té que preparé, pronto se pasará ─la madre trataba de justificarse.
Antonieta estaba muy enojada con la vida, sobre todo con su marido, que la dejó en ese pueblecito al norte de Holanda con su hija Romina, de cinco años, y sus suegros; ella tenía que residir en ese lugar. Se encontraba atrapada en un laberinto, sin encontrar la salida.
Justo ese domingo, se cumplía un año de la muerte de Ernesto, su marido. Murió de una forma estúpida, en un pleito de cantina. Ernesto intervino para defender a un parroquiano al que literalmente estaban moliendo a golpes tres iracundos sujetos.
Uno de los agresores extrajo de su chaqueta un cuchillo. Ernesto, al observar la desventaja en que se encontraba la víctima, intervino quitándole de encima a dos de ellos, pero se descuidó de quien tenía el cuchillo. Dos puñaladas en el abdomen terminaron con la vida del buen samaritano.
La forma en que murió enfermaba a Antonieta, estaba realmente enojada.
Esa casa, en la que había sido tan feliz, había perdido todo su encanto. Vivía por vivir. Su hija también sufría la ausencia del padre. La niña ignoraba que había muerto, creía que estaba viajando. Su madre le había dicho que de su trabajo lo enviaron a la India, un país lejano.
Las excusas se estaban terminando. Cada vez que Romina preguntaba por el regreso de su padre, Antonieta sufría para dar una respuesta.
Solo Clarissa, su vecina y amiga, le proporcionaba un poco de consuelo. Ella preparaba deliciosas tartas para Antonieta, la visitaba para tomar el té y degustar las delicias culinarias. Ese domingo, la amiga de Antonieta cocinó una deliciosa pasta a la Toscana, asado de ternera y los postres, que eran su especialidad.
Vicent, esposo de Clarissa, había viajado a Alemania a visitar a su padre, que estaba enfermo, ella no lo pudo acompañar, tenía cinco meses de embarazo. Su marido no quiso exponerla a un largo viaje.
Clarissa escuchó que su amiga y la niña estaban en el jardín, salió para invitarlas a su casa a la hora de la comida.
Las amigas se pusieron a conversar a través de las pequeñas bardas de madera que las separaban. Tenían un rato charlando cuando correspondieron al amable saludo de la familia del señor Jorge Rose, su esposa Elizabeth y su hija Isabella. Caminaban en amena charla rumbo a los servicios religiosos dominicales. Romina e Isabella eran amigas, asistían al mismo colegio.
Antonieta admiró la vestimenta de sus vecinos: colores claros, veraniegos, propios de la época. Elizabeth recogía un poco su falda para no mojarse en los pequeños charcos que había dejado la lluvia del sábado.
─Quisiera volver a usar los vestidos que me regaló mi esposo para esta época.
─Te comprendo, Antonieta, sé perfectamente la situación en que te encuentras.
Ella debía usar esa ropa pesada, oscura, que aborrecía porque se sentía triste. Quería cambiarla, pero estaba bajo la estricta vigilancia de los suegros, quienes buscaban algún pretexto para quitarle a su hija.
Estaba siempre alerta, los suegros se inmiscuían con mayor frecuencia en su vida, incluso querían que Romina recibiera una educación acorde a los usos y costumbres de ellos. Había escuchado rumores de que consultaban a un abogado para quedarse con la custodia de la niña. Ella no lo iba a permitir.
─Amiga, tienes que hacer algo al respecto o tus suegros te dominarán ─ dijo Clarissa.
─Cada noche, antes de dormir, pienso cómo salir de este grave problema. El ahorro que teníamos está por terminarse. En la ciudad me ofrecen empleo en una tienda de ropa y accesorios para dama, el pago es bueno y ayudaría a resolver mi problema económico, pero mi hija quedaría al cuidado de sus abuelos y ellos lograrían lo que pretenden.
Antonieta no pudo ocultar su tristeza, sus lágrimas lo denotaron. Romina quiso consolarla.
─Mamita, mira las flores que trasplantó mi papi, qué hermosas están, adornan a los setos, cuando regrese papá, estará feliz de ver sus flores, diré que lo hemos cuidado entre las dos.
─Tiene razón Romina, las flores lucen colores brillantes ─dijo Clarissa.
Este comentario removió el recuerdo de Antonieta. Estaban recién casados cuando buscaban el mejor lugar para vivir, les encantó ese barrio, fuera de la ciudad. Las casas, con sus techos de dos aguas por las frecuentes lluvias, embellecían la calle.
La gente del pueblo, honesta y trabajadora, sería un buen ejemplo para la educación de los hijos que tendrían.
Ernesto eligió la mejor casa, le gustó el trazo de la calle, sobre todo por los abedules que la adornaban. La bautizó como “La calle de los Abedules”. A él le gustaba la jardinería, tendría el mejor jardín, para que su esposa invitara a sus amigas a tomar el té y admiraran sus flores. Cuando llegaran los hijos, corretearían y se esconderían entre los setos.
Ese era el gran sueño, que se había truncado. Antonieta no podía superar la tragedia.
Al regreso de Vicent, él y Clarissa se entrevistaron con el cónsul mexicano para exponerle la situación de su amiga Antonieta y ayudarla a regresar a México para evitar que sus suegros le quitaran a su hija. Una madrugada, escondida en la cajuela del auto de Vincent, Antonieta y Romina pudieron llegar al aeropuerto y abordar un avión rumbo a la libertad.