En un segundito, así pasan las cosas: en un segundito. Así lo decía su madre.
Ese fue el tiempo que tardó ese puñado de garambullos en entrar por su boca, pintar de morado intenso su lengua y dejar alojada la necia bacteria que viajaba en ellos.
La linda damita que, entre la inocencia y la gula, se convirtió en su anfitriona, compró esas frutillas, arándanos del semidesierto, de aspecto confiable pero portadores de un mal difícil de erradicar. Pagó una cantidad irrisoria que, a la postre, resultó costosa.
Para la propietaria original de los garambullos y del puesto banquetero, era su primera venta del día. Cumplió con el ritual de persignarse con las moneditas y guardarlas en el espacio más seguro de su viejo delantal: su seno. Aseguraba a su ingenua marchanta que la mercancía de su elección, había dormido la anterior noche, en su respectiva cactácea.
¿Fueron las recias manos campesinas que los recolectaron, las portadoras de, vaya usted a saber, qué porquerías?
Los análisis de laboratorio no pudieron responder a esta pregunta, pero mostraron una deshidratación severa. Para la toma de muestras, la poca sangre disponible se negaba a salir. La utilidad práctica del magnesio y del potasio en los torrentes sanguíneos salió de los informes, para alojarse en las preocupaciones.
—Y dígame, señora. Además de la diarrea: ¿qué molestias ha presentado?
—Tengo muchos aires, doctor.
—¿Dolor?
—No, no mucho, pero me salen con premio.
—Comprendo, comprendo.
Disimuló una sonrisa, mostró conducta profesional. Gastroenteritis fue el primer diagnóstico. Hospitalización urgente, la orden.
En la sección de urgencias del hospital, quejidos y llantos son la constante. La palabra empatía cobra súbito significado. A partir de ese momento, un nudo en la garganta sería el compañero incómodo de la familia. Los cubrebocas dominaban cada pasillo. Los pisos, limpios hasta la religiosidad, reflejaban todas las tonalidades de batas. Las había blancas en su mayoría, pero también azules y rosas. Las personas que las portaban, con rostros inexpresivos, caminaban de prisa en una coreografía perfecta.
Las cuestiones importantes de la vida cambiaron de categoría. La lucha por recuperar la salud era la nueva prioridad. Una vez dosificada a través del suero intravenoso, con electrolitos y medicamentos, portando su bata, reveladora de intimidades, la damita se convirtió en paciente oficial. El traslado a la habitación fue escoltado por dos camilleros, una enfermera y un marido custodio, cargador de bolsas. El elevador, con sobrecarga de peso y de preocupación, subió al tercer piso. Enterarse de que estaba lleno de pacientes en terapia intermedia, añadió incertidumbre.
A un lado de la cama, un gendarme. Del árbol de aluminio colgaban sus frutos, botellitas conectadas a mangueras transportando vida.
Lo que se ve pasar desde la ventana es ahora ajeno, una vida intensa, añorada. Se escuchan rueditas correr por el pasillo, como en un aeropuerto, pero esta vez no iban tras de alegres turistas, sino de carritos de transporte de aparatos médicos, de instrumentos, de resucitadores.
Difícil concentrarse en la lectura de un libro. Evadir el pensamiento a otros mundos imaginarios. Las salas de espera, en sesión permanente de abatidos anónimos. “Vivir el día como si fuera el último”, era una frase que, aquí, se podía hasta tocar. Las horas se dedicaban a encontrar la cordura, necesaria para la relatoría de los sucesos, a preocupados familiares y amigos.
Después de días de sólo sueros, se aprecia como nunca, el regalo invaluable de un vaso con agua, de una gelatina, de dormir más de tres horas seguidas. Cuando ya se domina el manejo de cada botón que hay en la cama y en la pared, y se salva el intrincado asunto de ir al baño, arrastrando el árbol de sueros. Cuando los ruidos internos y externos ya no asustan y la salud se recupera. Con el regalo del “alta”, se prosigue retomar la vida, con agradecimiento.
De la fragilidad humana se pasa a la fragilidad de la cartera. Para recomponer el desbalance de las finanzas familiares se aplicaron, entre otras fórmulas, hasta la teoría de la relatividad. Pero la energía, la masa y hasta el cuadrado, se descuadraron. Por fortuna, el seguro de gastos médicos con su escabrosa terminología, llegó, como la caballería, a salvar a las tropas sitiadas en la caja del hospital.
Cuando la deshumanización era una sentencia común para aplicar a algunos miembros del personal médico, llegó a despedirse Juanita, la enfermera. Sacando una invitación realizada con impresora casera, sonrojada, dijo:
—Perdonen mi atrevimiento. Es para los “quince años” de mi niña. No me vayan a fallar.
www.paranohacerteeltextolargo.com
Twitter: @LiraMontalban