En el capítulo anterior, nuestro antihéroe, el tío «Don Juan», se quedó sentado a la mesa sorbiendo su sopa, bajo la mirada atenta de sus tres esposas y el silencio receloso de su prole.
Una multitud de asiduos lectores, que son un poco más de los que leyeron al náufrago que arrojó su mensaje en la botella, y un poco menos de los cuatro que contabilizaba el admirado don Armando Fuentes Aguirre, “Catón”, distrayendo sus doctas lecturas y, admitiendo el placer culposo de haberse quedado “picados”, han solicitado, atentamente, conocer una más de las peripecias del tío Juanito. Aquellas de las cuales el omnipresente narrador ha sido testigo, en más de treinta y cinco años de persistir, como miembro de esa familia, en la salud y la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso, en la hipoteca y en la vacación.
Ha sido tal la duración de este primoroso enlace, que los estudiosos del desarrollo humano multisectorial han debatido respecto a si se le debe considerar como patrimonio inmaterial de la humanidad, o como tradición de los pueblos originarios.
Estos equívocos relatos, pertenecientes a la economía informal y que no aportan nada al erario, serán reanudados para aquellos que no los leyeron, debido a compromisos ineludibles, o bien, por atender su serie de Netflix, lo cual es comprensible. Aunque es mi deber advertir a aquellos preocupados por el calentamiento global, que eso “ya calienta”.
A falta de temas profundos, atribuibles a la claustrofobia literaria que aqueja al narrador desde tiempo inmemorial, en esta ocasión se traerá a la luz una de las intrigas familiares que circulan en los mentideros del pueblo, así como en las conversaciones de cafeterías y filas de las tortillas, exentas de calumnias y estratégicamente ubicadas entre el Mercado Municipal y la sede del Club de Leones. Sin más preámbulos, mismos que, haciendo gala de un protagonismo rampante, en forma por demás grosera, se han apoderado ya de la mayoría de este relato. Procedamos:
La historia cuenta que, en los comienzos del año 1972, dos de los silvestres hijos del tío Juanito, fueron al cine por segunda vez en sus rancheras vidas. Llegaron tarde a la función, afanados en encontrar estacionamiento para su vehículo pick up, conocido en veredas y parajes agrestes como: «La Picosita».
En el vestíbulo, las carteleras de la matiné y de la función de media noche fueron opacadas por aquella que divulgaba la proyección del estreno de la temporada, anunciado también en la estación de radio y en las enormes bocinas del automóvil del perifoneo:
“Santo contra las momias de Guanajuato”
Ya no hubo tiempo para abastecer con palomitas sus afanes. Así que prorrogaron su decisión de compra, para el “intermedio”, descanso que en ese entonces se practicaba en las salas de cine, tal vez para dejar enfriar el proyector o para alentar el consumo en la cafetería.
Para su buena suerte, el personaje más siniestro de la sala jugó a favor de la impuntualidad; por su culpa, la película no inició a la hora pactada. El público, molesto, oculto en la complicidad de la sala oscura, comenzó a invocarlo. Le insultaron repetidas veces, gritando y chiflando:
— ¡Cácaro!
Hasta que, al fin, desde la pequeña ventana, en la parte trasera de la sala, comenzó a salir el haz de luz que transportaría la magia. Los espectadores olvidarían, por dos breves horas, sus rutinarias vidas. Formarían parte de la acción. Imbuidos por la realidad alternativa del séptimo arte, habrían de cambiar sus papeles por el de su paisano héroe enmascarado. Barnizados de plateado, e instalados en galán rompecorazones, salvarían damas en apuros, o serían la deseada femme fatale, y en algunos casos inconfesables, el perverso villano.
Palpando entre la penumbra, el par de rústicos hermanos localizaron sus butacas y también las rodillas de las cinéfilas. Quiso la fortuna, que estos imprudentes tocamientos no fueran tomados como una afrenta imperdonable, debido a que las víctimas se encontraban concentradas en el inicio del filme.
Los corazones latían ilusionados, las manos se apretaban, se escuchaban respiraciones agitadas. La neurosis de algunos espectadores era azuzada por el constante empujar de rodillas en sus respaldos, por el sorber de los hielos de aquellos vasos que ya carecían de refresco y por el crujir de bolsas de celofán que contenían pasitas cubiertas con chocolate. Distractores insoportables para muchos puristas de la pantalla grande, en donde apareció, imponente, el león de la Metro-Goldwyn-Meyer, lanzando su temible rugido.
Uno de los hermanos exclamó con decepción:
— ¡Vámonos, mano! Esa ya la vimos.