Te veré cuando las flores renazcan
Y la luz se cuele por tu ventana
Espérame.
Anónimo
Así decía la fina caligrafía de la nota que encontré en la puerta de mi casa, venía en un sobre dorado. La hubiera desestimado sino hubiera sido por un minúsculo detalle; estaba fechada en el mismo día de la muerte de mi hijo y en la misma hora.
No me hubiera inquietado tanto si no hubiera sido porque llego días antes de tan terrible suceso como si se tratará de una fatídica premonición.
Ese día, Matías jugaba en el jardín, mientras yo arrancaba la hierba seca y arreglaba los rosales, de pronto, una mariposa llamo su atención, asombrado por su belleza, cruzó la calle sin fijarse, cuando quise detenerlo, fue demasiado tarde.
Conservé intacta su habitación; su lámpara de avión, el pijama amarillo, el lego sin armar sobre su mesita de noche, todo, tal como lo había dejado. Aunque, ahora que lo recuerdo, si hubo algo que tomé; la cruz que colgaba en la pared junto a su fotografía. Había sido un regalo que le había hecho mi madre. “Cuidará de ti” le dijo. Ese recuerdo me hizo enloquecer de furia, la arrojé lejos de mí, reprochando esa verdad que yo creía sobre todas las cosas y que ahora se volvía una mentira.
Después, cerré las persianas, no dejaría que entrará la luz, la oscuridad me reconfortaba. Era mejor no saber si era día o era noche, si seguía viviendo o empezaba a morir. Caminaba de puntitas, sigilosa, no quería despertar a Matías que imaginaba durmiendo detrás de esa puerta cerrada.
“¿Por qué, él? ¿Porque mi hijo?”, me preguntaba.
Siguieron llegando más sobres dorados, los tomaba indiferente y los apilaba en la repisa de la sala; no abrí ninguno.
Hasta que un día, alcancé a ver a un hombre afuera de la casa, sacaba algo de su morral, era un sobre, lo dejo en el andén de la puerta y se dio la media vuelta, salí de inmediato, pero ya no lo encontré, simplemente se había esfumado.
Esta vez, movida por la curiosidad me senté en la banca del jardín y lo abrí.
Era el mismo mensaje, solo que ahora pedía que le llamara.
Marqué el número que venía en la nota, al otro lado de la línea, me contesto una voz grave, era un hombre mayor. No pareció sorprenderse, sabía que lo llamaría. Charlamos un poco, al final quedamos de vernos al día siguiente. No me pude resistir, me dijo que tenía algo muy importante que decirme.
Al colgar, recordé que no le había preguntado su nombre.
Sonó el timbre a la hora acordada, al abrir, me encontré con un anciano de baja estatura que estaba de espaldas hacía mí, contemplaba lo que quedaba del jardín; la hierba seca, los rosales marchitos y la tierra removida. Me sorprendí al ver el pasto tan descuidado, tenía meses que ni siquiera lo volteaba a ver.
Me aclaré la garganta. Entonces, giró hacia mí y sonrió, sus ojos se empequeñecieron, su aspecto era frágil, me recordó a mi hijo, había algo en él que me enterneció. Contuve el impulso de abrazarlo.
Cuando entró a casa, se dirigió al comedor, con pasos rápidos y ladeándose hacia un lado, igual como lo hacía Matías, parecía como si ya conociera la casa, para mi sorpresa, eligió la misma silla en donde se sentaba mi hijo.
Platicamos durante un largo tiempo, las horas se desvanecieron.
Se fue casi antes de que amaneciera.
Una vez que hubo partido, me infundió una paz que por mucho tiempo no había sentido.
Entré a la habitación de Matías, tomé la cruz que estaba tirada en el suelo y la colgué junto a su fotografía.
Recordé que, por segunda ocasión, había olvidado preguntarle su nombre al anciano, pero ya no importaba.
Conocía el lenguaje de su alma, sabía quién era él.
Contemplé el jardín; las rosas habían florecido y el césped de nuevo era verde.
Sabía que había llegado el momento de abrir las cortinas y dejar que la luz entrará por la ventana. Sobre la repisa, los sobres dorados ya no estaban.
Lo entendí, el mensaje había sido entregado.
Por: Sandra Fernández