miércoles, septiembre 18, 2024

El secreto de la finca – Teresita Balderas y Rico

El médico Andrés Cervantes y su esposa Margarita de la Vega, padres de Lourdes y Gerardo, estaban felices porque pasarían dos semanas con sus hijos en una finca, que los abuelos les habían heredado, ubicada en el estado de Veracruz. Se encuentra en un valle arbolado, con un arroyuelo cuyas aguas arrullan por las noches.

Lulú, como la llaman sus amigos, quien estudiaba un posgrado en La Sorbona en Francia, vendría acompañada por Damien, un amigo y compañero de estudios. Gerardo, el hijo menor, estaba por terminar su tesis de ingeniería en robótica; lo acompañaban dos amigas. Los padres estaban muy emocionados por tener a sus hijos y a sus amistades en la finca. Don Jesús y doña Dolores se hacían cargo de mantener la casa impecable.

Desde pequeño, Andrés fue un niño bien portado, inteligente y bondadoso. Visitaba con frecuencia a sus abuelos paternos. El abuelo Arturo le contaba historias de cuando era niño y anécdotas de su propio padre, que había sido coronel en la Revolución Mexicana. También le enseñó a tocar el piano. Mientras la abuela, una gran cocinera, preparaba los postres: pastelillos, ricas galletas de nuez, empanadas y una que otra conserva.

De acuerdo con el abuelo Arturo, la finca tenía sus secretos: “Si los muros hablaran, contarían muchas historias, unas de amor y bondad, otras de abandono y traición”. 

El tiempo pasa más rápido de lo que pensamos. Andrés se convirtió en un joven universitario con muchos compromisos escolares, pero siempre tuvo tiempo para visitar a los abuelos. 

Desde su trayectoria estudiantil, ha participado en varios congresos nacionales e internacionales, dando a conocer descubrimientos de antibióticos menos agresivos al organismo del enfermo. Es un médico que actúa acorde al juramento de Hipócrates.

Atendió a sus abuelos en sus enfermedades y los asistió en su partida final. Ellos heredaron la finca a su amado nieto, estaban seguros que Andrés la cuidaría. No se equivocaron. 

El doctor recibió una llamada: sus hijos y sus invitados llegarían muy pronto. Un delicioso vino espumoso los esperaba para el brindis.

Los invitados estaban asombrados de tanta belleza natural. La plática de sobremesa se prolongó hasta el atardecer, sólo se levantaron para ver la puesta del sol.

Programaron sus actividades, había mucho que ver y hacer. Esa noche habría una gran fiesta con platillos mexicanos. Alquilaron un vestuario representativo de varios estados de México. 

La cena estaba deliciosa, bailaron diferentes ritmos y danzas folklóricas. La felicidad reinaba en la finca. Las amigas de Gerardo, Lourdes y Dalia, prometieron trabajar duro para tener una finca en el campo, lejos del estresante ruido de la ciudad. Damien estaba tan maravillado de la naturaleza, que juró que un día vendría a vivir en México.

Lolita preparó el clásico ponche mexicano. Cansados de bailar, solicitaron al doctor que les contara las historias que había escuchado del abuelo Arturo. 

─No me acuerdo de todas, pero no he olvidado la de los pasadizos secretos. Tenía como diez años cuando la escuché por primera vez, y por varias noches no pude dormir.

─Espérate, papá, vamos a ponerle un poco de brandy al ponche. Esto promete estar peliagudo.

─Mi bisabuelo decía que, en tiempo de la guerra de los Cristeros, en muchas haciendas y casas grandes como ésta, había túneles con laberintos, que servían como escondites. El túnel tenía numerosas ramificaciones, con puertas camufladas, para burlar al perseguidor; él daba vuelta en un laberinto y se metía en una de ellas. 

─Y ¿cuánto tiempo estaba ahí?, ¿cómo sobrevivían? ─preguntó Dalia. 

─El escondrijo era muy estrecho, pero tenía algo de comida, agua y una cobija ─dijo el doctor.

─¿Cómo podían salir sin el peligro de ser capturados? ─preguntó Lulú.  

─Tenían una clave, imitaban el canto de un ave típica de la región. Al escucharla   era seguro salir.

Las iglesias habían cerrado sus puertas, pero los católicos buscaban la forma de continuar con sus ritos religiosos. En esos túneles o sótanos se realizaban misas, bautizos, confirmaciones y hasta bodas.

─¿Esta quinta tiene algún túnel? ─ preguntó Damien.

Mi abuelo decía que sí, pero no se interesó en buscarlo. Esa etapa era ya parte de la historia de México, además había que dejar en paz a los muertos. 

Los chicos decidieron explorar algunas llanuras, escalaron un cerro que tenía una hermosa variedad de cactus, llevaban el equipo adecuado. En el trayecto, los jóvenes recolectaban piedras de formas caprichosas, parecía que habían sido esculpidas por algún artista. 

Delia se había adelantado un poco. De pronto, se escuchó un potente grito, sus compañeros corrieron para auxiliarla, pero no estaba a la vista.

─¿Dónde estás, Dalia? ─gritaban los chicos.

─En un pozo ─contestó Dalia.

Corrieron hacia donde se escuchaba su voz. Al localizarla, vieron que estaba atorada entre ramas y piedras que a través de los años se habían acumulado. Removieron los obstáculos, para sacarla.

Al quitar los escombros, descubrieron un orificio simulando una pequeña ventana donde cabía una persona. Recordando las historias del abuelo Arturo, dijeron en coro: “¡La puerta del túnel!” Regresaron felices a la finca, contaron lo que habían descubierto. Entrarían en un túnel que encerraba páginas de la historia de México.

Regresaron con herramienta adecuada para cavar más profundo.  

El doctor los acompañaba. Tras muchas horas de trabajo, descubrieron la entrada del túnel. Una carcomida puerta de madera había mantenido guardado grandes secretos por más de un siglo.

Había harapos, viejos muebles rústicos, sombreros de campesinos, jarros, cazuelas y platos de barro. Las emociones tenían el corazón a ritmo de taquicardia, sentían que profanaban un lugar sagrado para quienes habían muerto por sus ideales. 

En silencio, continuaron explorando cada paso que daban. Damien se recargó en un muro y estuvo a punto de caerse, era una puerta camuflada. Alumbrando con lámparas, descubrieron lo que ahí estaba: un par de esqueletos abrazados. Ella tenía jirones de tela de lo que había sido su vestido y el velo de novia, él llevaba pedazos del pantalón de charro puesto en el día de su boda.

Nadie pudo articular una palabra. Lágrimas en cascada corrían en los rostros de quienes descubrieron el túnel. 

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