Una de mis dudas
Mi primo Enrique, de catorce años de edad, quien padecía de diabetes, (se decía que había sido provocada por la impresión de ver que se empezaba a incendiar la cocina de la casa), sufría inmensamente durante las innumerables comidas o cenas que organizaba mi madre y para las que preparaba deliciosos platillos, incluyendo dos o tres opciones de postres.
Mis veinticinco primos y seis tíos, al igual que mis hermanos y yo, comíamos sin medida, principalmente postres, pero Enrique los tenía prohibidos. Mi tía solo le permitía comer pequeñas cantidades de alimento que antes ella había pesado, pero, por supuesto, ningúnpostre.
Ya se había convertido en rutina la escena de mi primo llorando, insistiéndole a su mamá que le permitiera comer al menos un poco de cada postre, pero ella no cedía.
Esto a todos nos provocaba lástima e incomodidad, incluso coraje contra mi tía, que no cedía a los ruegos de su hijo.
Un día, para sorpresa de todos, mi tía le permitió a Enrique comer la cantidad que quisiera de cada platillo, incluyendo todos los postres. No podíamos entender ese cambio. Enrique disfrutó inmensamente cada alimento.
A los pocos días de esa célebre reunión, Enrique murió.
La razón que mi tía nos dio fue: “Mi hijo habría sufrido y estado limitado de comer lo que se le antojara, por lo que preferí que tuviera una vida mucho más corta, pero que se fuera feliz”.
Ahora pregunto a ustedes, lectores: ¿Habrían actuado igual si su hijo estuviera en ese caso? ¿Opinan que más vale calidad que cantidad?
Una duda más
En otras ocasiones ya he escrito sobre Miguel Ángel, el hombre que conocí durante las clases de Oratoria en el Club Libanés y cómo, después de sentir durante meses una gran antipatía hacía él, ¡se convirtió en el amor de mi vida!
Lo juzgaba equivocadamente en su actuar y su vestir, sin saber las razones y la enfermedad que padecía desde hacía treinta años.
Cuando, a insistencia de Miguel Ángel, acepté ir a comer con él y escuché sus razones y el deseo de ser mi pareja, comencé a adorarlo.
A pesar de que, desde hacía dieciséis años, no vivía con su esposa e hijos ya mayores, no estaba divorciado.
Mis hijos, que eran bastante celosos y desconfiados, a base del cariñoso y detallista proceder de Miguel Ángel, en unos meses ya le llamaban “Papá Ángel”.
Sus hijos sabían de nuestra relación y aparentemente la aceptaban.
Fue la persona que logró lo increíble: que yo volviera a creer en los hombres y que me volviera a enamorar.
Durante una de nuestras deliciosas charlas, acompañadas de una rica comida y vino delicioso, me hizo prometer, más bien, jurar, que cuando él muriera, yo iba a estar junto a su féretro y no me separaría de él, ni durante los rezos, ni durante su entierro.
En una ocasión de las muchas que comimos en el lugar paradisiaco llamado Real Hacienda Santo Tomás, después de entregarme un precioso juego de collar, pulsera y aretes, tomando mi mano me dijo: “La vida te ha maltratado mucho y no te mereces tanto sufrimiento. Nunca dudes que, a partir de hoy, esté donde esté, yo te voy a proteger y a ayudar en todo momento”.
A los muuuy escasos seis meses de ser mi pareja y dejar en mí una excelente y benéfica huella… ¡murió!
Cuando llegué a su sepelio en Jardines del Recuerdo, (Estado de México), lo primero que vi fue, junto a su féretro, a sus tres hijos y una señora que supuse, y así fue, era la esposa.
Fueron instantes de lucha interna: ¿cumplía el juramento que le había hecho, o me mantenía a distancia y dejaba ese espacio cercano a su, aún esposa?
Al día de hoy, no estoy segura de, en esos momentos, haber procedido de la forma correcta.
@gvirginiaSM