Damas y caballeros.
Por: Araceli Ardon.
La historia de Querétaro ha dejado fuera de sus páginas a personas cuyo legado no sólo es valioso, sino fundamental para comprender la vida contemporánea.
El 30 de diciembre de 2014, a la edad de 103 años, murió Carmen Septién Orozco viuda de Soto. Doña Camú, como le llamaban su familia y amigos, fue una dama dedicada a la filantropía, la preservación de las tradiciones queretanas más entrañables y el cuidado de los ancianos. Fue miembro de los patronatos de varias parroquias, organismos y asilos.
La larga, feliz y fructífera vida de esta mujer transcurrió a lo largo del siglo XX y los primeros años del XXI. Fue testigo de los cambios sociales, políticos y económicos de nuestro país desde la Revolución Mexicana; era una niña cuando el Congreso Constituyente se celebró en el Teatro de la República. Vio la transformación de la pequeña ciudad en la metrópoli donde vivimos. Supo de la Primera Guerra Mundial y la dictadura española. Se casó en 1939, unos meses antes de la invasión de Adolfo Hitler a Polonia. Se adaptó a los cambios que trajo consigo la modernidad, desde la electricidad hasta el Internet, sin perder su alegría de vivir y su amor por el campo.
Doña Camú vivió al final de su vida en una céntrica casa de la calle 16 de Septiembre, frente al Jardín Guerrero. Vecina del Teatro de la Ciudad y la cineteca Rosalío Solano, recibía las visitas de sus hijos, nietos y bisnietos. Fue hermana de Salvador, Dolores, José Antonio, Pedro, Concepción, Javier y María Teresa Septién. Su hermano Pedro “El Mago” Septién, fue un genial cronista deportivo, que lograba la magia de que sus oyentes en programas de radio imaginaran los partidos narrados por él.
Casada con don Alfonso Soto, fue madre de Alfonso, Alejandro, Juan Antonio y Carmen María, exitosos empresarios.
En la edición de 1994 de El Heraldo de Navidad, ella recordaba en un artículo sus primeros años en la ex hacienda Vanegas. Hoy, ese terreno se ha convertido en el fraccionamiento Puerta Real, en el municipio de Corregidora.
Decía la señora Soto:
“Para poder hablar sobre Vanegas tengo que hacer un poco de historia para que se note la diferencia de dos maneras de vivir de una pareja llena de ilusiones y de amor, pero no de dinero, afortunadamente; y digo afortunadamente, porque luchar hombro a hombro sin quejas, sin pedir, hace que la pareja se identifique más con Dios, con la vida y con la tierra.
“Mi novio era un trabajador incansable. Hacía siembras a medias en otros ranchos y arrendó una fracción de una ex hacienda colindante con sus tierras, y a mi entender, preciosa y próspera. Allí pasábamos unas vacaciones inolvidables; los dueños eran magníficos anfitriones, sin lujos, sin grandes banquetes, pero con un don de gentes y un ambiente de sentirse bien los invitados, único. Las sobremesas eran alegres (sin vino) y todos, grandes y chicos, gozábamos la verdadera alegría de vivir”.
A este relato, la señora Soto añadió una declaración de sus alegrías, temores y nostalgias. La autora se manifiesta con toda la fuerza de una persona con entereza y sabiduría:
“Cuando novios, hacíamos comentarios sobre el futuro y yo le decía: “Me gusta el rancho Vanegas para ti”, y él siempre me contestaba: “¡Cómo no! ¿Y con qué?” Así pasaron varios años, para ser exacta: cinco años, tres meses y doce días, de un noviazgo feliz; el 12 de abril de 1939 por fin nos casamos. Nuestro sueño estaba realizado. Una luna de miel sencilla, maravillosa y normal; regresamos felices. Llegamos a nuestra realidad… La ex hacienda sin luz, sin teléfono, sin baño; se cocinaba en brasero, con olotes, cuando se conseguía carbón era día de fiesta. El agua se acarreaba de un aguaje que quedaba bastante lejos”.
Más adelante, la autora describe un acontecimiento que se convierte en un importante testimonio de la vida rural en Querétaro a finales de la década de 1930, en la administración de Lázaro Cárdenas, cuyas reformas relativas al uso del suelo dieron como resultado el agrarismo:
“Viene a mis recuerdos un hecho que fue muy importante, tanto como ayuda moral, como económica, enorme para nosotros. Se venía la cosecha de trigo que prometía muy buen rendimiento. Eran los tiempos aciagos del bandolerismo. Llegaban los alzados y no dejaban nada. Rebeldes o no, se aprovechaban de la situación que prevalecía en todo el país, asaltaban, robaban y hasta mataban; ¡qué horror de tiempos!
“El general en jefe de la Zona Militar supo lo que nos podía suceder con la cosecha, y aún sabiendo que la ex hacienda pertenecía a Guanajuato, nos ofreció mandar un piquete de soldados para que nos protegieran. Las trilladoras en el campo cosechaban y trillaban, y la semilla caía sobre los camiones ya sea a granel o sobre los costales, y salía directamente al molino. Fue tan bondadoso el general, que no quiso que fuera a fallar algo y se trasladó con sus oficiales y más soldados a la ex hacienda. Estuvieron viviendo con nosotros hasta que el trigo estuvo entregado al molino”.
Camú representa en esta memoria a la mujer queretana joven, inteligente y entusiasta que apoya a su marido en la toma de decisiones fundamentales para la familia. Corre riesgos y emprende proyectos que son un acierto. Ella realizó gestiones con el corredor de bienes raíces que vendía el rancho que él deseaba, consiguió créditos y convenció a su marido de adquirir la tierra.
La narración de Camú Soto no tiene desperdicio. Es una carta abierta a los queretanos de hoy que aprecian la productividad de un negocio agropecuario sin conocer las dificultades por las que atravesaron sus fundadores. Uno imagina a la joven mujer, esposa enamorada, trabajadora y creyente. Su fortaleza interior se hace sentir en cada párrafo:
“Quiero relatar, lo más acertadamente que pueda, la impresión que recibí al llegar a la soñada Vanegas. Todo lo que yo les pueda decir es poco de la decepción que me llevé: la casita insignificante, en ruinas, con hierbas crecidas, la troje con el techo en el suelo, las compuertas y los bordos hechos añicos. Todo era desolación y abandono. Me armé de valor; nos dimos un abrazo y un beso y le dije medio en broma: “Aquí sí que vas a trabajar”.”
Empezó la lucha por la existencia, con apremio, para poner cuanto antes en orden aquel gran desorden, con una fe inquebrantable en la agricultura; aunque, en opinión de Camú, “la tierra es a veces ingrata para quien no sabe dedicarle íntegra la vida y el corazón”.
Ella y su marido, como pequeños propietarios, anteponían las necesidades de sus trabajadores a las de su familia. Por ello, tuvieron la lealtad de todos los que colaboraron en sus proyectos.
La ex hacienda Vanegas, en tiempos de don Alfonso y doña Camú, tuvo un papel importante en el establecimiento de la compañía Kellogg en Querétaro; la comida inaugural de la fábrica se sirvió en Vanegas con la asistencia de los directivos norteamericanos y mexicanos.
En Vanegas nació y tuvo su cuna la Asociación Holstein Friesian de México. La ilusión de don Alfonso se convirtió en una agrupación fuerte y respetada, presidida por el marido de Camú, hasta su muerte.