viernes, octubre 18, 2024

Cosas que no podemos explicar – Teresita Balderas y Rico

En la semana anterior, me reuní con mis amigas Tamara y Lupita. Fue una tarde de chicas, donde platicamos de todo un poco: de los ayeres estudiantiles, de los novios, de lo difícil que era obtener permiso para salir con ellos a tomar una soda, como decíamos en aquellos años mozos. 

La disciplina familiar era muy rígida. Para salir con una amiga, las madres de ambas debían saber con quién salía su hija, debíamos regresar exactamente a la hora indicada. De no hacerlo, sería muy difícil obtener otro permiso.

En una conversación de chicas tenemos tanto que decir, que basta una palabra para recordar otro tema y enfocarnos en él. Lupita comentó que no le gustan las películas de terror, porque cuando era niña vio un fantasma. Comentamos que, en la niñez, muchos creemos haber visto uno. Dijimos que contáramos la anécdota vivida.

El tema nos atrapó, estábamos ansiosas por contar nuestras anécdotas. Lupita fue la que inició ese tema.

─Yo nací en el barrio de Santa Catarina. Como se acostumbraba en aquellos años, y sobre todo cuando había luna llena, las mamás salían al atardecer a la puerta de su casa, platicaban de sus avatares como madres y amas de casa con la vecina o alguna comadre que en ese momento pasaba por ahí, se saludaban y empezaban una larga plática, mientras los chiquillos jugábamos felices: las niñas con las niñas y los niños con los niños.

─Nosotras hacíamos lo mismo —comentamos en coro Tamara y yo.

─No me interrumpan —dijo Lupita, quien continuó con su narrativa—. Esa noche jugábamos con gran alegría, la luna se veía enorme y luminosa. Mi mamá se despidió de la vecina, dijo que era tarde (las ocho de la noche), que al otro día tendría que salir a arreglar un asunto, que ya nos metiéramos a dormir. Por fortuna, nuestra vecina nos salvó, dijo a mi mamá que ella nos cuidaría. Entonces, mi hermanita y yo nos quedamos a jugar otro rato. Había pasado muy poco tiempo, cuando en la esquina vimos dar vuelta a un señor vestido todo de blanco, con un enorme sombrero. En aquellos años, eran conocidos como sombrero de ala ancha, a la usanza del inicio del siglo XX.

Nunca habíamos visto a Lupita narrar algo con tanta seriedad. Tamara y yo estábamos en suspenso, esperando el desenlace de la historia.

─Estábamos como hipnotizadas, no perdíamos de vista el andar del señor vestido de blanco. Doña Socorro, mamá de Elodia, dijo que agarrara al Tuz, un enorme perro de rayas grises y blancas, para que no mordiera al señor. El perro empezó a ladrar, luego aullar, finalmente se le escapó de las manos a Elodia. Cuando el perro estaba dentro de la casa se había transformado su ladrido, ahora lloraba. Mi hermanita Mary, Elodia y yo estábamos muy asustadas. En ese momento, la señora Socorro estaba en silencio. 

—¿Qué sucedió, Lupita? ─preguntó Tamara. 

─El señor seguía caminando por la vereda, a un lado de la calle Esmeralda, que en realidad era un callejón. Nosotras no lo perdíamos de vista, recuerdo que mi corazón palpitaba tan fuerte que podía escucharlo. Estábamos a la expectativa, queríamos que ya terminara de pasar.

─Creo que hoy no podré dormir bien —dije a Lupita.

─Enfrente de la casa de nuestra vecina, había un árbol con muchos años de vida por lo grueso de su corteza y lo ancho de su tronco, podría haber tenido uno o dos siglos. 

Nuestra amiga continuó narrando lo que ella había vivido. Por fin, el señor vestido de blanco y con sombrero ancho, había llegado hasta donde estaba el árbol.

─Desde que el señor dio vuelta en la esquina sentimos miedo, algo que no podíamos procesar estaba sucediendo. Recuerdo que en el rostro de nuestra vecina había tanto miedo que ya era difícil ocultarlo. 

─¿Por qué? —pregunté. 

─Los segundos se volvieron minutos y el señor de blanco no pasaba el árbol. Nos dijo doña Socorro: “Tal vez esté haciendo sus necesidades fisiológicas”. Las niñas esperamos, pero el señor seguía escondido tras el árbol. Bueno, eso creíamos.

Tamara y yo escuchábamos con mucho interés a Lupita, quien siguió adelante en su crónica:

─Luego de un minuto más que nos pareció una eternidad, la señora habló: “Tal vez esté enfermo y no pueda pararse, voy a verlo”. Solo teníamos que atravesar el callejón, pero no quisimos quedarnos solas, temblando por el terror que en ese momento sentíamos. Nos agarramos de las manos de la vecina. Al llegar al otro lado del árbol, el señor vestido de blanco no estaba. No existía alguna forma en que él se desplazara y no lo viéramos, porque después del árbol había un terreno baldío. Simplemente despareció cuando llegó al árbol.

Lupita dijo que en ese momento su hermanita y ella pudieron gritar y corrieron a su casa. En el trayecto se cayeron varias veces. Al día siguiente, vieron que tenían pequeñas heridas provocadas por piedras o ramas espinosas.

La señora y su hija estaban realmente asustadas. En aquellos años, la forma más rápida para comunicarse era por medio de un telegrama urgente. Dos semanas después de aquel suceso inexplicable, su esposo, que trabajaba en los pozos petroleros de Tampico, vino por ella y su hija. Desde entonces, no hemos sabido nada de ellas.

Han pasado muchos años y algunas veces, en noche de luna llena, suelo acordarme del aquel escalofriante suceso.

Como diría Gabriel García Márquez: vivir para contarla.

Los seres humanos somos energía. Nuestro organismo está constituido con los elementos que se encuentran en el universo. A lo largo de la vida, encontramos diversas preguntas a las que pocos pueden responder.

Nos despedimos, acordando que en la próxima reunión Tamara contaría su anécdota.

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