— ¡Manuel! Te llaman de la dirección.
—¡Ay, nanita! Ahora, ¿qué hice?
La tarea de Manuel era la de mantener el autobús escolar en condiciones óptimas de limpieza. Lo hacía tan mal, que los choferes, terminaban por hacer ese trabajo. Era necio y desobediente.
—¡Al carajo! era su frase.
A pesar de esto, el director lo mantenía en el puesto. ¿La razón? La mayoría de los niños le querían mucho. Los divertía con sus ocurrencias, les contaba cuentos fantásticos, les prometía que, algún día, se irían a pasear todos juntos en el autobús. Era pésimo para manejar, lo había demostrado el día en que el director le pidió estacionar su auto.
— ¡Me canso ganso! dijo y… chocó.
Tanto querían los niños a Manuel, que hicieron campaña para convencer al director de darle el puesto de chofer.
—¡Por ningún motivo! ¡Es un peligro! —fue su categórica respuesta.
Manuel suspiraba por manejar. Sabía que, si convencía a este grupo de niños inocentes, pavimentaría el camino para lograr su sueño más anhelado, un sueño muy peligroso, delirante, por decir lo menos.
Se veía al mando, transitando por donde su real gana le dictara. Surcando a gran velocidad la playa en loca carrera, elevando un gran surtidor de agua que chorreaba en las manitas de los niños que, regocijados, sacaban por las ventanillas. Era el capitán, conseguiría hacerlos felices. Era popular. ¡Al diablo la prudencia!
Le dolía ver a sus pequeños llegar por las mañanas con caritas de preocupación, con remordimiento por no haber terminado la tarea. Con pánico por no alcanzar una buena calificación. Odiaba a los maestros que hacían sufrir a sus queridos niños, odiaba a sus padres por ejercer presión sobre ellos, estaba harto de la cantaleta: “Es por tu bien, si no estudias, no podrás triunfar en la vida”. Cargaba rencores de su niñez, no podía superar su desprecio a los alumnos cumplidos, a los sabihondos, a las chachalacas que lo hacían quedar como un tonto, en ataque frontal a su egolatría.
Cuando el viejo chofer, don Vicente, avisó que su jubilación estaba próxima, el director nombró a Felipe como encargado del autobús. Manuel enfureció, reclamó, afirmó ser el indicado para el puesto. Recurrió a los niños, los organizó para obstruir la puerta de la escuela, alegaron abuso de poder.
Fuera de sus casillas, exigió voto de confianza, se autonombró: chofer legítimo. Su obsesión fue inútil, se impusieron la cordura y la disciplina. El director accedió a los ruegos de los niños, lo perdonó sin saber lo que el futuro le depararía.
El autobús tenía fallas. Producto del mal manejo de los anteriores choferes: era inseguro. Felipe hizo lo que pudo por arreglarlo. El director no reconoció su trabajo a pesar de ser impecable. Decidió relevarlo del cargo y nombró a Enrique.
La sospecha persiguió siempre a la gestión de Enrique. Se sabía que “ordeñaba” el camión y vendía la gasolina. Que llantas nuevas, misterio inexplicable, aparecían usadas. Que tenía preferencias para los niños que le llevaban regalos y hasta dinero. Ante las pruebas, cuando su contrato venció, el director decidió no renovarlo.
Varios choferes se presentaron a la entrevista. Los había muy calificados, José Antonio, entre ellos, pero el destino, en forma de niños inocentes, que presionaron a sus padres, y estos a su vez al director, hizo al fin que, a Manuel, después de dieciocho años de insistir en su sueño, se le diera el puesto. Harto de las tropelías de Enrique, el director decidió dar a los niños el beneficio de la duda.
Después de dos meses de prueba, cansado de constantes y garrafales errores, lo llamó:
—A ver, Manuel, eres una bestia: ¿Cómo se te ocurre llevar a los niños a pasear en el autobús?
—Yo no tengo la culpa, señor director, no soy como los anteriores. La tienen los que le contaron el chisme. ¡Imagínese! Cumplí con la voluntad de los niños, pregunté si preferían ir a clases, o a pasear. Hicimos una encuesta y, como anillo al dedo, ganó la playa. Todo iba requetebién, hasta que se acabó la gasolina y ya no tenía dinero para comprar más, porque lo que usted me dio para comprar el botiquín, lo repartí entre todos los niños. ¡Viera qué felices se pusieron! Tuvimos que pedir prestado para regresar. Por cierto, le van a venir a cobrar a usted mañana.
— Eres un irresponsable, Manuel. Eres inepto, y no sabes que no sabes. ¡Estás despedido! Y no me salgas con que tú tienes otros datos, devuélveme las llaves del autobús y el próximo 6 de junio: te presentas por tu liquidación.
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