Las húmedas sabanas, revueltas; nuestros cuerpos, sudorosos. Las piernas, que otras noches permanecían entrelazadas en un conveniente tejido, aquella vez prefirieron una lejanía repelente. El bochorno hizo que nuestros jadeantes cuerpos, con su coreografía de más de treinta años de compartir camas matrimoniales, y de otras, se encontrasen en desinteresado receso. Nos revolvíamos en el insomne afán de conciliar el sueño de aquella cálida noche. Los ruidos del exterior se colaban por las ventanas abiertas; los mariachis, en una lejana y desafinada serenata y los grillos enfadando con su aguda sinfonía. Ambos se hacían acompañar por el solo de violín de un mosquito persistente, que se coló también a través del ya no muy efectivo mosquitero. En el sopor de esa noche, el viento era lo único que estaba en reposo; el ventilador lo suplía con un ruido ahogado que llenaba el dormitorio. El llamado de la naturaleza en su empeño reproductor quedaba aplazado para más fresca ocasión. Un severo codazo interrumpió la modorra:
— ¡Fuiste tú, cochino!— la violenta frialdad de aquella frase refrescó bastante el ambiente.
— ¿Qué te pasa? ¡Fuiste tú!
Un olor inusualmente desagradable llenó el ambiente, y no era precisamente producto de la digestión de algún frijolillo travieso. Esto era más, mucho más fuerte.
— ¡Hay una fuga de gas!
— No, esto no es gas, huele a algún producto químico — deduje mientras me llevaba a la nariz lo primero que encontré, en este caso, un calcetín.
El tono de nuestros teléfonos comenzó a sonar; era el grupo de emergencias de los vecinos:
— ¿A ustedes también les llega ese olor?
— ¡SI! ¡Está horrible! Hay una fuga de gas.
— Dice mi marido que es más bien algo químico.
— ¿Es un ataque químico? ¡Qué horror!
La misión de patrullaje y exploración en cada una de las casas dio inicio. En todas ellas se encendieron las luces y se apuntaron las linternas. Pantuflas y chanclas en incesante ir y venir. Los perros alborotados ladraban, los más sensibles aullaban. Los grillos callaron y los mariachis también. El sudor vecinal mojaba las improvisadas mascarillas. Las había de todos tipos: bufandas, pañuelos, cubrebocas quirúrgicos, mi calcetín y hasta una mascarilla; reliquia de la Segunda Guerra Mundial. Sin viento que lo dispersara, el fétido olor se hacía más intenso, las náuseas nos provocaron ascos, arcadas y vagidos. Todos salieron buscando ambientes menos nauseabundos. Pero era inútil, porque afuera, en patios y jardines, en banquetas y calle, el hedor era aún peor.
Al bajar la escalera, en la media luz del patio, pude ver un bulto oscuro y desconocido. Al acercarme sigiloso, observé que además tenía una esponjada cola y una raya blanca de punta a punta. Por sus señas particulares concluí que era un mamífero perteneciente a la familia de los Mefitidos, es decir: era un pinche zorrillo apestoso al que mis perras ya se habían encargado de despachar al cielo de las mofetas. Se fue rápido, no sin antes esparcir las emanaciones de sus glándulas anales sobre ellas. A sus funerales asistieron: gasolina y cal, vinagre y tomate, bicarbonato y jabón. Nada evitó el olor alojado ya sin remedio y por los siguientes tres meses en mis perras, la ropa, la casa entera y las circunvecinas, los autos y nuestra nariz. Todavía me acuerdo, mis vecinos y mis perras también. Anoche percibimos el inconfundible olor de nuevo. Esta vez, precavidos, corrimos a esconder a nuestras perras. Porque ya lo dice el refrán: “El que lo huele, debajo lo tiene”.