domingo, diciembre 22, 2024

Algún día – Sandra Fernández

Toda su vida había esperado ese momento.

Apenas podía creer que por fin estuviera en uno de los archipiélagos más célebres del mundo: las playas de Santorini en Grecia.

El azul del mar que bordeaba los acantilados la envolvió en un abrazo, la cálida brisa llegó a su rostro mientras que pisaba con dificultad los peldaños de piedra, sujetándose del barandal para no tropezar, las buganvilias moradas rozaban sus manos, mientras que el corazón golpeaba fuerte, sentía que se le desbordaba, no podía creerlo, por fin estaba ahí; en la ciudad blanca, con paredes blancas y cúpulas azules. Se detuvo a contemplarlo, estaba en el lugar que había soñado, que había trazado en su mente.

No recordaba cómo era que había llegado aquella postal de Santorini a sus manos, había sido muchos años atrás, cuando aún era joven. Pero desde que la vio, quedo hipnotizada. La había llevado consigo a todos lados; al banco, a la fábrica de alimentos, a la empresa de cosméticos; a todos los lugares en donde había trabajado. Después, remplazó la postal por la imagen del fondo de pantalla de su ordenador. El mar Egeo en medio de un risco de cúpulas azules y casitas blancas. Era lo primero que veía todas las mañanas al encender la computadora y aunque solo eran unos minutos antes de abrir su correo electrónico; eran suficientes para saber que algún día estaría en ese lugar. Cuando algún compañero de trabajo le preguntaba si conocía a las islas griegas, ella respondía: “No, aún no. Pero iré cuando me jubile”

Muchas veces había pensado en renunciar a su empleo, las mismas que se había retractado; desde que fue madre por primera vez le habría gustado quedarse al cuidado de su hijo, pero el peso de la realidad la despertó del sueño y con ella las colegiaturas, la hipoteca, el seguro médico y los múltiples gastos se hicieron presentes. ¿Cuántas vidas tendría que vivir para hacer todo lo que habría querido? se preguntaba. ¿Cuántas vidas vive una mujer? Había sido la niña simpática, la adolescente rebelde, la chica universitaria, la mujer ejecutiva, la mujer embarazada con las piernas cansadas, la madre orgullosa empujando la carriola, la compañera, la hija. La misma que, al mirar atrás, se había asustado al darse cuenta de que gran parte de su vida había estado en una oficina. Y aún estaba a la mitad del camino. Había querido escapar. Dios, cuantas veces, lo había deseado. Miraba el calendario, contaba las horas, los años; detrás de su escritorio, con los dedos entumidos y la sangre circulando lenta por sus arterias.  

Algún día seré libre, pensaba, algún día. Ese día llegará. 

Y por fin, ese día había llegado.

Entonces sabía lo que tenía que hacer.  Cerraría la puerta de su casa y saldría en silencio. Llevaría sus libros con ella. Llegaría a un asilo. Cuando ya no hubiera nadie a quien cuidar, nadie a quien proteger. Ni a sus padres, ni a su esposo, ni a sus hermanos, cuando sus hijos ya hubieran emprendido el vuelo. Cuando la única persona a la que tendría que cuidar sería a ella misma. 

Pero antes de eso, sería una mujer viajera; recorrería las playas de Grecia, se sumergiría en las aguas termales de Fira, contemplaría la puesta de sol de Oia, se perdería en los callejones con puertas azules de Santorini, viajaría en crucero a Atenas. Había tantas cosas por hacer en el Mediterráneo que apresuró el paso, cuando de súbito, una opresión en el pecho no la dejó respirar. Se detuvo de golpe, sintiendo que le faltaba el aire, el dolor iba creciendo.

Cayó de bruces sobre la calle empedrada que se deshizo bajo sus pies, nadie estuvo a a su lado para sostenerla. Era un cuerpo inmóvil, agazapado, con la respiración agitada. El dolor se había extendido por todo el pecho. Momentos antes de cerrar sus ojos para siempre, alcanzó a ver al sol ocultarse detrás del volcán, tiñendo de naranja el cielo sobre el profundo azul turquesa del mar.

Era tal como lo imaginó… algún día.

Por: Sandra Fernández

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