Los ruidos de la noche se magnificaron. La hicieron brincar de miedo aquellos que el gato hacía en la azotea al tratar de atrapar pájaros adormilados. Los aleteos nerviosos que en otras noches le divertían, esta vez sonaron tétricos. Antes de encerrarse en su habitación, revisó la cerradura de la puerta que daba a la calle una, y dos, y muchas veces. Además de correr bien las cortinas de su ventana, puso toallas y suéteres en las pequeñas hendiduras que pudieran haber quedado al descubierto. Dedicó especial cuidado en tapar con trapos húmedos los huecos de la puerta. Ningún aroma debería escapar de ahí. En particular, los que emanaban de su cuerpo y que podían dar pistas de su localización.
A sus doce años, ya había visto la mayoría de las películas de terror que se anunciaban en la cartelera del viejo cine del pueblo. Sus dos hermanas mayores consideraban que el ver esos espantosos filmes las prepararía para encarar los sustos que la vida les deparaba.
Esa noche, la pequeña deseó con todas sus fuerzas que el autor de los que estimó como terroríficos chirridos, fuese su bromista hermano. Llegó el momento de remachar su encierro con oraciones para antes de dormir. Analizó palabra por palabra. Las abrazó con aflicción.
Los murmullos no tenían nada diferente. El sonido del viento era el mismo que el de todas las noches de ese mes de febrero. Pero no para ella. El fatídico día que las profecías vaticinaron, había llegado.
Eran los años setenta. En ese pequeño pueblo, decenas de cosas estaban ocultas para las niñas. Había temas pecaminosos de los que era mejor no hablar. Esa responsabilidad, de acuerdo con los padres de familia, correspondía a las escuelas o en su caso a las encargadas de impartir el catecismo. Pero para los maestros y catequistas, la esperanza era la contraria.
La educación en ese pueblo tenía huecos que nadie quería llenar. Su lugar lo tomaban los rumores y en este caso: las profecías.
La superchería que hacía palidecer a las niñas formadas en espera de sus nieves de guayaba y de mango a punto de escurrir, provenía de detrás del mostrador. La joven empleada, con la seguridad que le daba su amplio saber heredado, advirtió a las niñas que allá en el cerro en donde alguna vez hubo minas de tezontle, y en el que ahora solo quedaba un enorme hueco, vivía un vampiro.
Ese enigmático ser que, según la leyenda, salía de su escondite a la media noche en búsqueda de pequeñas a quienes chupar la sangre, atemorizaba a la pobre niñita que hoy nos ocupa. Cohibida, no se atrevía a poner en tela de juicio las espeluznantes teorías de la encargada de la nevería.
En casa de su vecinita, en donde aquella tarde se reunieron para hacer la tarea, un fuerte dolor en el bajo vientre la obligó a suspender la labor y a regresar de inmediato a su casa. Al abrir la puerta, la humedad que sintió en medio de sus piernitas encendió las señales de alarma y corrió hacia el baño.
Lo que escurrió de entre sus calzoncillos la sorprendió. El color amarillento que esperaba, no fue tal. Ese líquido rojo con aroma intenso no podía ser otra cosa más que: sangre. La inocente pequeñita fue presa del pánico. Como pudo, limpió aquel desastre y se colocó los trapos que encontró mientras hacía memoria del momento en que se golpeó. No podía entender cómo es que salía esa gran cantidad de sangre sin que mediara un tremendo porrazo.
En el encierro de su cuarto, lloró y tembló de dolor y de miedo, hasta que la oscuridad lo abrumó todo. El vampiro del cerro la olería y no tardaría en aparecer. Muy cerca de la media noche, la puerta de la calle se abrió. Se escucharon pasos en el corredor. Los golpes con que llamaron a su puerta le provocaron una incontrolable taquicardia.
—¿Estás bien, princesa? —era la voz de su padre, que la llamaba intrigado.
Esa puerta, por indicaciones de su madre, siempre debía estar abierta. La niña, aliviada, trató de responder. El ritmo de su respiración se fue recuperando poco a poco, pero la voz no le obedecía. La vergüenza que sin explicación alguna sintió al ser descubierta en su sangriento estado, la paralizó.
El afligido padre, al imaginar lo peor, forzó la puerta hasta abrirla. La escena que encontró lo dejó inmóvil y mudo también, pero comprendió de inmediato la situación. Sudó para encontrar las palabras que la dignidad y el respeto del caso merecían.
Al escuchar las explicaciones, la niña rompió en aliviado llanto. Con un abrazo apretado, no quiso soltar al abochornado educador que, con todo el amor del que disponía, pisoteó hasta hacer trizas las leyendas de vampiros cerriles.
www.paranohacerteeltextolargo.com
Twitter: @LiraMontalban