Angelical, así es como catalogaba doña Angélica a su extensa colección. Las había de porcelana, de madera y de cristal. Piezas que en el transcurso de toda una vida fueron llenando sus libreros y anaqueles, pero sobre todo: sus vacíos emocionales. Ángeles, arcángeles, querubines, serafines y toda la corte celestial formaban parte de esa cuidada colección de conexiones con las etapas de su pasado.
Con gran orgullo, mostraba su miscelánea beatífica a los visitantes. Las comadres le expresaban admiración, algunas, con envidia contenida. Dicha contención era muy breve; al salir a la calle y traspasar el umbral de la puerta de la residencia, la banqueta y postes circundantes se convertían en testigos de los más bajos sentimientos de rivalidad. ¡Ay! Si estos aditamentos urbanos hablaran: qué pobre hubiese sido el inventario de comadres de esa casa.
La fecha del onomástico de doña Angélica se aproximaba. Si había una fiesta en el pueblo a la cual era obligada la “gorra”, era a esta. Semanas antes, el terreno era preparado por parte de las presuntas invitadas: una llamada para conocer el estado de salud de la amiga querida, un saludo oportuno a la salida de misa, una aparición casual en la panadería y muchas otras artimañas de las que se servían con el fin de hacerse notables al momento de que la lista de invitados fuese elaborada.
El esperado día llegó. La casa estaba lista para la gran cena. La cubertería relumbraba, la mantelería no admitía arrugas. Ventanas y cortinajes, sin mota de polvo, dejaban pasar la luz del atardecer que hacía brillar impecables a las baldosas de la estancia principal. El esposo, que en varias ocasiones resbaló sobre ellas, hizo saber sus desconfianzas al personal de limpieza, compuesto por la fiel Eustolia.
—¿Cuántas veces te he dicho que no le pongas tanta cera al piso? ¿No ves que puedes ocasionar un accidente?
—Pos sí, señor, pero, ¿qué quiere que haga? Así me lo ordena la patrona. ¿O usté se le va a poner al brinco?
Enemigo de brincos y resbalones y con el fin de preservar la santa paz del hogar, el señor prefirió, como en tantas otras ocasiones: permanecer callado.
Entre las invitadas que no debían faltar a la celebración, estaba la comadre de toda la vida, la confidente de los pecadillos, la tumba de los chismes. Tal era el grado de confianza y de complicidad de esta comadrita, que ella se tomó la libertad de invitar a la fiesta a su prima y al esposo de esta, recién desempacados de Los Ángeles, California.
Viandas exquisitas, aperitivos deleitosos, detalles elegantes. Ningún gasto se escatimaba. Un meritorio grupo musical de cuerdas era contratado para amenizar la velada. Los discursos, los opúsculos y hasta los versos dedicados a la anfitriona competían por el aplauso de la concurrencia. Lo más selecto de la sociedad de aquel pueblo presumía sus mejores trapitos. “Si no es ahora, ¿cuándo?” se decían mientras daban los últimos toques a su peinado ante el espejo.
Los invitados descendieron de sus autos. Nadie quiso quedarse atrás en cuanto al brillo de las carrocerías, tanto automotrices como las de sus personas. Altos peinados, altos tacones y altas las cejas que dejaron altos saldos en las tarjetas de crédito.
En la disposición de la mesa, doña Angélica olvidó contar a los primos extranjeros. Dos servicios se sumaron y dos sillas fueron traídas de la terraza por la apurada Eustolia, quien ignoró las leyes de la física referentes a la poca resistencia que ofrecen las patas de una silla de plástico sobre superficies enceradas cuando se les carga un peso considerable.
Fue así que, el primo extranjero, al posar su corpulenta humanidad sobre la silla y sentir que se hundía bajo su peso, se levantó como prevención de un posible azotón con bochorno incluido. Las patas de la silla, separadas hasta ese momento, al sentirse libres de peso volvieron a su forma original. El brillante piso que las ayudó a resbalar, ahora lo hacía en sentido contrario pero con mayor fuerza y velocidad, en forma tal, que la silla voló por los aires. Su vuelo se dirigió a los ángeles, pero no a los de California, sino a los que adornaban el librero situado detrás. Atacada por esta inesperada acometida, una buena parte de la colección cayó en forma estrepitosa y fue en varias partes mutilada.
Desde que el ángel desobediente convenció a las cortes celestiales para que se unieran a él, no se había visto tal cantidad de ángeles caídos. La expresión en la cara de la dueña de la casa fue algo desconocido debido a que la tapó con sus manos. Pero no fue difícil adivinar su espanto.
El primo ofreció de inmediato disculpas y la reparación del daño. Sus ofrecimientos recibieron un silencio sepulcral. Su mayor deseo en ese momento fue que la tierra lo tragara y, al igual que la silla, volar de regreso a Los Ángeles en forma inmediata. Su anhelo fue compartido por doña Angélica, con enorme ambición.
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