Ñáñaras fue la primera palabra que acudió a su cabeza. Una vez obtenido el aval de la Real Academia, la incorporó a la descripción que necesitaba para explicar la repulsión que en su niñez le causaban las manos de algunos viejos, y el actual descubrimiento de que las suyas comenzaban a parecérseles.
Los dorsos de aquellas manos longevas de sus recuerdos, que en su extrema delgadez mostraban notorios metacarpos y falanges, dedos chuecos y venas entre marrones, azuladas y violáceas. Surcos que el tiempo labró, en los que se congregaban desagradables manchas. Vestigios arqueológicos que daban una poco cordial bienvenida a la tercera edad.
El rostro de su abuelo podía engañar al que no le conociera. La mayoría adivinaba que tendría unos setenta y “pico”, pero el aspecto de sus manos no dejaba lugar a dudas: aunque todavía fuertes, revelaban sus más de ochenta, hablaban de jornadas duras en el campo y bajo el sol. Manos curtidas por el frío de las madrugadas en el establo.
“Cada vez se parecen más a las del abuelo”, se lamentó al observar sus propias manos. La aparición de manchas fue paulatina, sin advertirlo; emergieron y se expandieron. A las primeras no les dio importancia, las aceptó como a las simples pecas que siempre han estado ahí, que lo han acompañado desde la niñez. Pero esas pequeñas intrusas ahora tenían un tamaño considerable.
A unos cuantos meses de cumplir los sesenta, el paso de la edad le enviaba una clara señal, tan clara, que punzaba. Enterarse de los años que cumplían sus sobrinos lo llenó de asombro, pero no de miedo. El reencuentro con sus compañeros de la escuela secundaria, le provocó curiosidad, pero no ansiedad. Analizar sus manchas derivó en un sobresalto inesperado. La vida comenzaría a escurrir como agua entre sus manos y su tránsito dejaría huellas. A fin de retrasar las señales, consideró prudente revitalizar su imagen, aplicar cremas o tratamientos, darse una “manita de gato”. Resolvió que era inútil, que ya era demasiado tarde. Lo más digno sería aceptarlas y no dar importancia a los ásperos signos que le enviaban.
Jamás en su vida utilizó tratamientos para la piel, aunque su esposa le advirtió varias veces que lo hiciera. Presumió siempre de tener una piel tan resistente que hasta podía rasurarse con tan solo agua. La agresividad de los jabones para lavar platos le resecaba por unos minutos la piel, pero recuperaba la normalidad sin necesidad de cremas. Su piel joven nunca le mereció preocupación ni cuidado alguno.
¿Quién lo diría? esas ñáñaras infantiles ahora las provocaría él. Cuando los niños de la familia estuvieran cerca, procuraría ocultar las manos o usar guantes, operación muy difícil de ejecutar cuando de acercar el vaso a la boca se tratase, o cuando la comezón fuera insoportable, o cuando hubiera que realizar las mil tareas para las que sirven las delatoras manos. Los temblores no serían de gran ayuda, con su ritmo ingobernable lo pondrían en evidencia.
Llegar a los sesenta o más, ya no es motivo de asombro. Los avances en la medicina y una vida sana permiten ahora realizar actividades que hasta hace pocos años eran impensables. “Tu abuelita en bicicleta” era una frase que en su niñez era usada por su cuadrilla de amigos para dar a conocer, al portador de un concepto inverosímil, la imposibilidad de ser tragado por la concurrencia. Reconoció que hoy las “abuelitas” y los “abuelitos” ya no sólo andan en bicicleta, también se lanzan en paracaídas y bucean con tiburones. Que ellas se conservan muy guapas, bailan y cantan sin pudores y que ellos son deportistas reincidentes. Que ambos conservan la ilusión y practican los ejercicios del amor con sosegada pasión. Ha sido testigo de que el respeto ya no es el mismo hacia los nuevos viejos y que en los maratones: son ellos los que rebasan sin clemencia a algunos “jóvenes”.
Después de detenerse algunos instantes entre la reflexión y la introspección, concluyó que estas sus manos “old fashioned”, tal vez ya no podrán ejecutar con propiedad algunas funciones básicas, pero sí que serían aptas para muchos años más de servicio activo, para el saludo franco, para el apapacho en la espalda del amigo, para la caricia en la mejilla de la esposa, de los hijos. Para premiar con palmaditas la cabeza de perros o gatos cuando se acerquen en busca de cariño. Sus manos de viejo, con manchas y temblorina incluida, serán el símbolo de una vida intensa con pocos motivos de arrepentimiento, con valor para envejecer. ¿Y las ñáñaras? Que las sientan otros.
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