Había una casa muy extraña en el vecindario. En su construcción, no era muy diferente a las demás de la cuadra, sin embargo, los colores chillantes de su fachada: verde perico con violeta, amarillo y rojo en varias tonalidades eran extraños y llamaban poderosamente la atención. Resultaban hasta molestos para algunos transeúntes. La combinación era tan errática, que los vecinos le llamaban con sarcasmo: “El Palacio del Yerro”
El dueño, al igual que la casa, era original. En su mundo de colores discordantes se sentía cómodo. Se sabía criticado, pero se mostraba indiferente. En la disposición de los colores de sus prendas pasaba por alto todas las etiquetas al vestir. Se conducía por la vida presumiendo el estilo: “caja fuerte”, no se le encontraba la combinación por ningún lado. Su único hijo, de unos veinte años de edad, en cambio, vestía siempre de negro.
Esa tarde salió el muchacho de su casa y se encaminó hasta la papelería de la esquina. Una vez frente al mostrador se detuvo indeciso, no estaba seguro de cómo pedir lo que buscaba y esa sensación le incomodaba. Mientras decidía, permaneció a la espera de que el encargado del establecimiento atendiese una llamada telefónica y se percatara de su presencia. Logró escuchar la conversación sin proponérselo y se enteró de la mala situación económica del negocio, supo también que las ventas estaban tan bajas; que la cosa se estaba poniendo “color de hormiga”.
Este comentario le dio al fin una idea para encontrar la solución a su búsqueda. Al terminar la llamada, desde su puesto detrás del mostrador, el encargado atendió una solicitud tan rara que le pidió al joven repetirla.
—Me da por favor un frasco de pintura: color de hormiga.
Al explicarle que ese color no estaba disponible, intrigado, el dependiente le preguntó: ¿para que necesitaba un color así? El muchacho explicó que era para ilustrar una tarea escolar. Su maestra había pedido a los alumnos que pensaran en su vida como si ésta fuese un cuadro, con el fin de estudiar la psicología de los colores. Decidió entonces, que de ese color lo pintaría porque así era su vida: color de hormiga.
Explicó que era oscura desde la muerte de su madre. Ella, literalmente, le daba color a su vida. Era la encargada de escoger su ropa y no por ser un niño mimado sino porque existía un pequeño problema: por herencia de su padre y como una de cada diez personas del sexo masculino, él era daltónico. Contó cómo fue que su madre murió en un accidente de tránsito, el padre iba conduciendo y al confundir los colores del semáforo se pasó el alto y el resto es historia.
Ante la cara de conmoción del dependiente, el joven procedió a aclarar que fuera de ese penoso episodio, su problema de la vista no era tan grave, que era tanto como ser zurdo y que no representaba ningún impedimento para llevar una vida normal, a menos de que decidiera ser: piloto de avión, controlador de tráfico aéreo, o conductor de algún transporte público. Reveló que uno de sus pequeños problemas en la vida cotidiana era el de escoger la combinación de colores al vestir. La razón por la cual siempre vestía de negro, no solo era por llevar luto por su madre, lo hacía también para no cometer errores.
Debido a su pequeño impedimento para elegir los colores adecuados, pidió sugerencias al dependiente para hacer su cuadro, y éste, aprovechando la ocasión para elevar sus ventas, le aconsejó llevar varios frascos de pintura. Logró convencerlo de que no todo en la vida era gris y que si él estuviera en el caso de tener que hacer un cuadro en donde se plasmaran los colores de su vida, estos tendrían que ser muchos, por tantos simbolismos que se tendrían que satisfacer.
Sugirió hacer el cuadro de la vida en forma de un paisaje semidesértico de otoño con cactus y árboles añejos, de los necesitan muy poca agua para sobrevivir y que se mantienen fuertes a pesar de ser atacados por plagas y parásitos. Para este fin serían necesarios varios matices de verde. Estas tenaces plantas y árboles representarían la seguridad y el bienestar que a pesar de todo, en la mayoría de los momentos de la vida, por fortuna se dan.
Este paisaje sería atravesado en el medio por un camino muy recto, como presumía que había sido su vida hasta ese día. Para esto serían necesarias varias gamas de color café. Harían falta también grises para las piedras, como las dificultades de todo tipo que hay en medio de la ruta. El color hormiga podría ser un café oscuro, para una fila de ellas que atravesaría el camino al igual que sus problemas: comiendo las hojas de sus árboles.
Algunos rojos y rosas para pintar flores silvestres al lado del camino, como el amor de su pareja, de la familia y de los amigos que siempre lo han acompañado. Morados y lilas para otras flores símbolo del misterio y la espiritualidad que le habían dado fe y esperanza ante lo desconocido. Y más flores con destellos de amarillo, de tal vez pocos, pero existentes momentos de gran felicidad. Pintaría algunas con pétalos elegantes de las que solo aparecen en temporada de abundancia de lluvias.
Azules para el cielo, símbolo de confianza y de inspiración para acompañar lo que vendrá. Alturas llenas de aves de vivos colores, alegoría de los sueños de libertad a los que seguía siendo fiel. En el horizonte, para el final del camino como al final de la vida, pintaría una hermosa puesta de sol como las de Querétaro: en tonos dorados y naranjas optimistas y en rosas tranquilizantes, colores oscuros para algunas nubes negras que serán inevitables, y blanco, para las nubes altas de pureza y de paz que también habrá.
Satisfecho con su gran surtido de frascos de colores, de pinceles y materiales para su cuadro, el muchacho dio por terminada la compra. Más que de su vida, el cuadro hablaría de la del comerciante, lo cual fue muy conveniente para ambos, el primero porque logró elevar la venta del establecimiento y el segundo, porque debido a su diferencia en la percepción de los colores, la maestra hubiese tenido que analizar algo muy parecido a: “El Palacio del Yerro”.
Y colorín colorado, el surtido de colores se ha acabado.
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