Le guiñé el ojo, fue un impulso inevitable. Ella era guapa y a mitad de la entrevista le guiñé el ojo una y dos veces; se sonrojó, me abochorné. Del tercer guiño ya no se enteró porque me tapé el ojo con la mano. El más sorprendido e incómodo fui yo; este tipo de asedios laborales están fuera de mis principios y de mi condición de casado. La sabiduría popular advierte que si alguien es guapo un guiño es coquetería, pero si eres feo, entonces es acoso. A mi ojo poco le importó esta vox populi y siguió actuando por sí solo. La entrevista terminó y aquella chica aunque me miraba raro no me hizo comentario alguno. Nos despedimos con la mano izquierda, la derecha estaba ocupada en controlar al ojo coqueto. De camino a casa aún ruborizado por el actuar autónomo de mi ojo no podía dejar de preguntarme: ¿Sería esto producto de algún deseo reprimido?
En los días que siguieron la cosa se fue poniendo fuera de control; le guiñé el ojo a la cajera del banco y a una chica del departamento de ventas. Me cuestioné seriamente esta conducta reprobable, mi matrimonio estaba en buenos términos y no había razón alguna para esta manía. Cuando verdaderamente me espanté y corrí al baño a echarme agua en la cara fue el día en que le guiñé el ojo a la abuelita que vendía billetes de lotería y al policía de la entrada. Esto ya era demasiado.
Esa tarde sufrí fuertes dolores de cabeza que, por cierto, no fueron provocados por los golpes de alguna de mis indignadas víctimas, por sí, o por interpósita persona. Tampoco eran originados por tanto reprender a mi actuar inconfesable. Antes de llegar a casa pasé a visitar al doctor, quien no encontró nada, me recetó algo para el dolor de cabeza y mandó mi ojo a reposar, que no a retozar. Su diagnóstico: exceso de estrés.
En los años que siguieron, el ojo coqueto siguió provocando bochornos. Sin previo aviso, el guiño era ya una temblorina sin freno acompañada de un insoportable dolor de cabeza y de mi ágil mano tapadera de malos entendidos. Se presentaba en los momentos de tensión o de cansancio, sobre todo después de manejar por varias horas. Mis pastillas para el dolor eran compañeras entrañables, aunque cada vez menos eficaces. La tarde en que la punzada hizo crisis estaba en la oficina, suspendí una junta, me encaminé al hospital y por teléfono informé a mi esposa. Nos encontramos en la sala de espera de uno de los mejores neurólogos del país y sus alrededores, el doctor Fernando Barinagarrementería Aldatz. Para mi suerte, por la insistencia tenaz de mi esposa y por la cara que me vio su recepcionista me recibió de inmediato.
Revisó mis signos y me pegó con su martillito en la rodilla; uno de mis sueños se cumplió: eso solo lo había visto en las películas. Por la reacción del golpe por poco pateo a la enfermera que interrumpió la consulta. Entró dándole al doctor un apremiante aviso del área de quirófano solicitando su presencia. El doctor suspendió la revisión me dio una pastilla para el dolor de cabeza de los caballos, según su buen humor, y me mandó a casa. Me pidió regresar al día siguiente para continuar con el reconocimiento. La pastilla me sumió en un profundo sueño. Horas después, cuando desperté un poco mareado pero ya sin dolor, tan agradecido y contento como directo y sin escalas, logré articular lo siguiente:
El doctor Barinagarrementería se quiere desbarinagarrementerizar, aquel que lo desbarinagarrrementerizare, buen desbarinagarrementerizador será.
Acudí a reponer la cita al día siguiente. Para sorpresa del doctor, el efecto de la pastilla duró unas horas pero el dolor se reanudó con más fuerza que antes. Los exámenes fueron exhaustivos, martillito peliculesco incluido. El doctor resolvió que mi padecimiento era una Hemicránea paroxística, y claro, como es de esperarse para un erudito con sus altas credenciales, procedió a deshemicraneaparoxistizarme.
Con nuevas pastillas todo fue felicidad hasta que, meses después en una visita al dentista, el dolor volvió en toda su intensidad y yo volví corriendo a buscar al doctor Barinaga, (nombre corto y preferido por la comunidad ajena a los trabalenguas) de inmediato, sin importarle ni mi claustrofobia ni la vigencia de mi seguro me envió al túnel de las tomografías.
El responsable fue atrapado: resulta que la tensión nerviosa provocada por mis resistencias al procedimiento dental tensó en tal forma mis músculos del cuello que estos, en su inflamación, impidieron el buen funcionamiento del nervio trigémino. Esas tensiones musculares eran las mismas que, años atrás, bajo situaciones de estrés o por las malas posturas al sentarse se presentaban en la oficina o al manejar largas horas y que me provocaban dolores, temblorinas y guiños de ojo. Por su culpa a punto estuve de morir a manos de mi esposa, de un novio celoso o del policía de la entrada.
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