La certeza es el conocimiento claro de que algo va a suceder o de que algo es verdad, sin la mínima posibilidad de error, con plena y total convicción. Aunque resulta un tanto engañoso creerlo del todo, ya que aquello que juramos que es verdad y que tenemos plena certeza, muy probablemente no lo sea. Estas certezas pueden ser producto de nuestra imaginación, experiencia o incluso como regalo de nuestras propias creencias. Es decir, vivimos felizmente engañados por nosotros mismos.
Nuestras certezas se van hilvanando como en una liana, nos llevan de un lugar a otro. Las acomodamos junto a nuestra almohada al apagar la luz, soñamos con ellas y por la mañana aparecen nada más despertamos. Pueden ser las certezas más simples y sabias, como el café humeante preparado por nuestra pareja, que nos da la certeza de que nos ama; el contacto de nuestros pies con unas cálidas pantuflas, que nos dan la certeza de haber llegado a casa; el dolor del estómago que nos provoca destornillamos de risa con nuestros amigos, que nos da la certeza de que la amistad perdura.
Quizá no somos poseedores de tantas cosas, pero si somos poseedores de nuestra verdad y por ende de nuestras propias certezas. Las mismas que también nos duelen, que llevamos a cuestas y son las inapelables certezas desconsoladoras; la certeza de que el pasado ya no volverá, la certeza de que hay personas que no volveremos a ver nunca más o la insípida certeza de que la juventud se ha ido. Y por supuesto, la irrefutable certeza de que algún día nos vamos a morir. También tenemos las certezas colectivas, que nos adhieren a una masa humana, son las que nos permiten mirarnos reflejados en el otro e identificarnos como un todo; son la certeza de la terrible situación económica, la certeza de la propagación del Covid-19, la certeza de la falta de empatía, la certeza del miedo, por mencionar solo algunas.
Aunque considerando que cada uno tiene su propia verdad, derivada de su irrefutable certeza. Al confrontarse las verdades de cada uno, la verdad se desluce en este camino perpetuo, y entonces no hay una sola verdad, sino muchas verdades. Y ninguna cierta. Así que podemos afirmar que todo es relativo, es decir, depende del cristal con el que se mira. Y si todo es relativo, también esa relatividad lo es. Las certezas son la validez de nuestras emociones, de nuestra confusión, incluso de nuestro aburrimiento. Aceptamos unas y desechamos otras.
Las certezas están en constante disputa con la incertidumbre y el desasosiego. La falta de certeza genera sufrimiento. La fe y la esperanza armonizan con ella y pareciera que son lo mismo. Así que, afirmamos convencidos: “No lo sé, pero lo creo”, “Algo me dice que va a suceder”, “Simplemente lo sé”.
Si hay algo cierto, es que, nuestras certezas marcan el rumbo de nuestra existencia. Es probable que el mundo se derrumbe, que la angustia existencial se apodere en este mundo incierto, pero si nuestras certezas se mantienen firmes, bastara solo una de ellas, que sea tan simple y ordinaria, que muy probablemente nadie más entienda, pero que sea capaz de sostenernos en un pletórico estado de paz y de serenidad en medio del caos.
Esta es la locura de la vida, en donde nos debatimos en creer, en mantener nuestras certezas intactas; siendo congruentes con ellas o porque no, en elegir perdernos en el torbellino de la incertidumbre.
Y hablando de certezas. ¿Cuáles son las tuyas?
De: Sandra Fernández