El camioncito verde olivo con blanco amarillento brincaba y rechinaba tanto, que las adoloridas espaldas y oídos de sus pasajeros ya pedían la parada. En ese movimiento de trepidatorio a oscilatorio viajaban mi abuelita Felícitas y su entonces pequeño hijo: Joaquín. Al nombre de la abuelita, que significa felicidad o suerte, mucha gente le ponía el acento en la segunda i, Felicítas, pero ella ni lo aclaraba ni le importaba; su nombre era también su bandera, pocas cosas le robaban la sonrisa. Esa mañana del año 1947 era día de mercado y del ejército de once hijos que tuvo y diez que se lograron, la abuelita escogió al travieso Joaquín para ayudarla a cargar las bolsas del mandado. Aunque el pequeño tenía apenas unos diez años de edad, los trabajos del campo y del establo lo hacían muy correoso a decir de los vaqueros, que no le ganaban ni a las carreras ni en el juego de las vencidas.
Ese camión era uno de los dos con que contaba la línea de transporte de pasajeros anunciada como de primera clase. La unidad acumulaba pocos años de servicio, pero achaques de muchos kilómetros; brincaba como chivo al alcanzar unos violentos cincuenta kilómetros por hora, sobre todo en los tramos del camino en donde el pavimento aún no se conocía. Debido a la reciente guerra las refacciones escaseaban, las llantas eran parchadas con pedazos de otras llantas viejas y a falta de pegamento los parches eran atornillados, lo cual acentuaba el mal de San Vito.
Habían salido de Santa María Nativitas desde hacía ya más de media hora con escala en Cuautepec. La mitad del camino estaba salvada, pero venía lo más peligroso: la bajada de La Esperanza y una vez abajo pedir a Dios que con las últimas lluvias la crecida del río permitiera que el puente estuviese aún en su lugar. Las aguas que a veces lo rebasaban impedían verlo, solo la destreza de los choferes lo adivinaba. Si se tenía suerte en esa navegación, la siguiente tarea del pujante motor era subir trabajosamente la siguiente cuesta y en la cima detenerse en la parada del cerro del banco. No había sucursales bancarias, era un banco de arena para la construcción. La altura del cerro permitía ver el paraíso, y no es que fuera tan alto el cerro ni tan bello el paisaje, es que así se llamaba la colonia de la siguiente parada.
Asomarse al interior del panteón de San Miguel era fácil: la barda, más baja que las ventanas del camión, lo permitía. Los pasajeros espantadizos preferían voltear al lado contrario para ver las grandes extensiones y sembradíos pertenecientes a la hacienda de Exquitlán con su elegante mansión de estilo francés y flanqueada por un huerto de jugosas peras. Al pasar al frente de la Capilla del Señor de la Expiración que estaba ahí, velando el camino desde hacía más de trescientos años, algunos cumplían con el ritual de persignarse y todos suspiraban aliviados al fin al comenzar a ver las primeras casas de la ciudad de Tulancingo.
El mercado del jueves, repleto de gente y de mercancías, frutas y legumbres que venían de los huertos de los alrededores y de la sierra norte de Puebla, todavía frescas, llenaron de aromas las bolsas de la abuela. Entre los comercios, el preferido de Joaquín era el puesto de golosinas, el premio para él por la ayuda prestada era escoger una de ellas. Así lo hizo, pero además escogió algo que le costó todo su domingo: una chepita o moneda de cobre de cinco centavos. Sin saberlo, le representaría uno de los mejores negocios de su vida: adquirió una caja de goma de mascar de color amarillo y de sabor indefinido conocido como chicle bomba, que en ese año eran una verdadera novedad.
Con las bolsas abarrotadas, cumplieron el riguroso ritual de pasar a saludar a las tías güeras de la zapatería y emprendieron el viaje de regreso. Las percusiones del camión fueron armonizadas por un pequeño pasajero que no dejó de masticar su chicle. Llegó a dominar el difícil arte de hacer bombas.
Una hora después, ya en Santa María, se apearon del camioncito a un lado del Camino Real a Veracruz. La Revolución y sus instituciones todavía no disponían renombrarlo como calle López Mateos. Estaban ya muy cerca de la casa del rancho, pero la llegada demoró un poco más debido a una amenaza inesperada: los niños del pueblo mirando atrás de los balcones, eran resguardados por sus madres. Joaquín y la abuela, a toda prisa se refugiaron en la escalinata de la enorme pirámide parcial que era cimiento del templo del pueblo. Todo el vecindario se paralizó esperando a que pasara un rebaño de más de cien novillos criollos en su camino al mercado, seguidos por alrededor de veinte mulas y otros tantos burros y caballos cargados de mercancías con el mismo destino. Eran escoltados por los arrieros que les venían silbando con sus cornos que, como su etimología lo indica, eran elaborados con cuernos de toro. Todavía eructando pulque y comiendo habas tostadas recién compradas en el tinacal, rieron con muchas ganas al ver al pequeño Joaquín haciendo grandes y extrañas bombas.
En la esquina de la casa estaba el expendio de nixtamal propiedad del abuelo Joaquín. Dos molinos atendidos por cuatro empleadas surtían a las vecinas que, antes de la aparición de las tortillerías, hacían las suyas en casa y a mano. Una de las cuatro molineras: Guillermina García, vio pasar por la calle un globo sorprendente que salía de la boca de un niño, se inflaba y desinflaba rítmicamente produciendo extraños tronidos. Su curiosidad la hizo abandonar el puesto de trabajo y acercarse estupefacta a la puerta. Descubrió atrás de la bomba inexplicable a alguien muy familiar.
— ¿Qué traes en la boca, Joaquinito?
Con la expresión cansada de alguien que tiene la boca llena y que ha venido mascando por más de dos horas, Joaquín contestó que era un chicle.
— ¿Un chicle? ¿A ver? ¿Y a que sabe eso? ¿Y de qué es? –con otras muchas preguntas, Guillermina acosó a Joaquín, no dejándole hablar, y remató diciendo—: Déjame probarlo.
— ¿Quieres probarlo? Pues creo que eso ya no se va a poder.
— Ándale, Joaquinito, no seas díscolo, déjame probar, ándale. ¿Por qué no se puede? ¡Te lo compro!
Joaquín lo meditó unos segundos con los ojos bien abiertos:
—¿Me lo compras? Bueno, está bien, pero te advierto que…
De nada valieron las advertencias ni la aclaración de que el sabor original había desaparecido hacía más de una hora. Guillermina pagó los diez centavos en que Joaquín estimó el valor de su preciado chicle masticado y lo recibió fascinada. El importe incluía un pequeño curso de cómo hacer una buena bomba. El nuevo empresario se despidió sonriente dejando tras de sí a las cuatro muchachas molineras sentadas en la banqueta, compartiendo la goma de mascar y el curso. Se marchó satisfecho, con una ganancia del cien por ciento en su bolsillo.
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