Por las extensas llanuras del viejo oeste, cabalgaban el Llanero Solitario y su fiel compañero Toro. Por ciudades del centro de la República mexicana, circulaban el agente de ventas solitario y su fiel compañero, Tsuru.
En sus andanzas mercantiles, en pos del cumplimiento de las citas con clientes que el destino y la agenda les tenían señaladas, visitaron la ciudad en donde la vida no vale nada.
Diez mil kilómetros mensuales acumulaba el Tsuru, ofreciendo artículos ferreteros. Su conductor y él no conocían el cansancio, ni el miedo, ni las consecuencias de sus atrabiliarias provocaciones de tránsito. Enmendaron su educación vial aquel legendario día del encuentro con el taxista que, más alegre que el jibarito, entonaba el himno de batalla del gran José Alfredo:
Bonito León Guanajuato
su feria con su jugada
ahí se apuesta la vida
y se respeta al que gana
allá en mi León, Guanajuato
la vida no vale nada.
En este bonito León, que sí es como lo pintan, los automovilistas de la principalísima avenida, López Mateos, distinguieron la tímida luz que parpadeaba, intermitente, desde la esquina posterior derecha de un vehículo con placas foráneas. Para aquellos a los que, cuando pasan por Salamanca, les hiere el recuerdo, esta combinación de elementos les hiere el orgullo, les provoca inmensa ternura y les mueve a hacer una sola cosa en automático:
Pisar el acelerador, para impedir así, la codiciosa acción de aquel conductor que osare profanar con sus llantas su suelo.
El vendedor solitario, en su inocencia, accionó la palanca de las luces direccionales de su fiel Tsuru, con el fin de avisar a los conductores a su derecha, de su intención de acceder al carril que, una vez incorporado, le remitiría a la próxima salida.
Tras tres tristes intentos frustrados, su molestia no se hizo esperar y, desde la bocina instalada en algún lugar bajo el cofre, surgió enérgica la melodía popular, herencia del latín vulgar, conocida como: mentada de madre.
Esta incómoda expresión provocó la ira del gorila taxista, quien, aludido, decidió con ayuda del arma oculta bajo su asiento, colaborar con la supresión, del abultado número de usuarios de recuerdos maternales, del censo nacional de población.
Desmontó de su taxi verde perico, posó el pie en el pavimento, escupió un tabaco largamente masticado, o cualquier porquería que venía rumiando, ladeó el sombrero y lanzó improperios extensos, que, por fortuna, los niños del autobús escolar, a su lado, no escucharon, debido al ruido del intenso tráfico.
El vendedor solitario reaccionó imperturbable ante el violento escenario, gracias a sus lecturas del Libro Vaquero, publicación a través de la cual conoció los secretos del salvaje oeste e ingresó a los caminos de la literatura, lo que le hizo decantarse, más tarde, por publicaciones de mayor entidad.
Al observar, a través del espejo retrovisor, el momento preciso en el que su injuriador ajustaba la puntería del revólver hacia su auto y ocupante, al verse desarmado, en desventaja y en su condición de la gallina más rápida del oeste, optó por la huida.
Aplicó sus habilidades en el manejo a la defensiva y, no importándole que la luz del semáforo se encontrara en rojo, maniobró con agilidad por entre autos y peatones, con una imprudencia tan propia de Hollywood, que inspiró al obcecado taxista a emprender una persecución peliculesca.
Sus experiencias de manejo conviviendo con gandallas, abundantes en las ciudades de México y Monterrey, fueron juego de niños, comparadas con este infierno.
Los pocos minutos que duró el acoso, entre calles, sobre banquetas y hasta en sentido contrario, para él, fueron eternos. Los altos niveles de bilirrubina, adrenalina, sudoración y palpitaciones, fueron aliviados por un anuncio luminoso que divisó a lo lejos, instalado a la entrada de un escondite que, en otras circunstancias, podría ser bochornoso, y que contenía la palabra:
Motel
Ocultó con urgencia el Tsuru tras una sospechosa cortina, trató de conciliar el sueño bajo unas sábanas aún más sospechosas. E ignoró, en lo posible, los rítmicos quejidos vecinos.
El trágame-tierra-mómetro, útil aparato de su invención, mostró alarmantes volúmenes de vergüenza y arrepentimiento, en forma tal que, a partir de ese momento: juró ante la Biblia, la Constitución, el Libro Vaquero y las leyes que de estos emanan, no volver a mentar madres con su claxon, sin importar la gravedad de la afrenta vial.
El vendedor solitario agradece su comprensión por los inconvenientes presentados en la caja de cambios de esta obra, que ha tenido que ser conducida en tercera, cuando lo correcto era en primera, tanto persona como calidad.