Lo vio por la calle que sube al templo, en la misma banqueta y a la misma hora de todos los días. El sol, en su salida radiante, le impidió ver con claridad. Dudó por un instante, mas no había error posible: aquella persona que traspasó la puerta del lugar considerado por él, en el mejor de los casos, como censurable, lo perturbó. Incrédulo, se acercó para desagraviar el prejuicio que en ese momento germinaba.
Siempre pensó que su tío era feliz, que era una persona íntegra, honorable. Que no tendría necesidad alguna de aparecer por esos lugares. Esa soleada mañana, en que lo vio entrar al expendio de billetes de lotería, la ilusión se derrumbó.
Tenía la extraña creencia de que una persona que participa en sorteos no es feliz. Su hipótesis fue alimentada, todos los domingos de todos los calendarios, al ver a su padre que, sin decirlo, lo evidenciaba. No estaría contento, hasta ser millonario.
Sobre la mesa del comedor, se desplegaba la primera sección del periódico; en su interior, a página completa, la lista de la lotería nacional. Con las manos temblorosas, su padre deslizaba con meticulosidad el billete, en su esfuerzo por empatar sus grandes números con los pequeños del listado.
El desenlace era predecible para la familia: suspirar, cerrar los ojos, voltear hacia el techo, arrojar el periódico y exclamar con decepción:
— ¡Algún día, mi gato comerá sandía!
El cúmulo de años y de billetes sin premio que acabaron en la basura, las ilusiones rotas de todas las semanas, llevaron a la familia a aborrecer esos momentos de angustiosa espera. La noticia que, entre números, daba el diario cada semana: seguían siendo pobres.
El sorteo de la lotería, ritual sagrado, con su boleto de entrada a la felicidad perfecta, invariablemente con terminación en 49, fue herencia del abuelo, quien durante más de treinta años compró su número, sin éxito alguno.
El vendedor de billetes, aquella tarde, esperaba a la puerta del banco a que apareciese su cliente fiel. Por razones de las que el olvido se ha hecho propietario, el cliente nunca llegó. El asoleado vendedor encontró una solución a su espera: vendió el billete a una de las nueras, quien, para sorpresa de todos, ganó la grandiosa cantidad de mil pesos. Mismos que, de acuerdo con los índices inflacionarios de aquellos años, le alcanzó para comprar: el “mandado” del mes, y no más.
— ¡Me largo de aquí, este pueblo apendeja!
Fue la lapidaria frase del primogénito de la familia, con la que anunció su intención de romper con la costumbre de esperar a que la diosa fortuna les sonriese. En los años de su autoexilio, persistió en el trabajo duro, en el ahorro, consiguió su primer millón. La inflación y la plusvalía hicieron que ese millón se multiplicara en dos y en tres. Sus hijos volaron y sus gastos disminuyeron. Dejó de trabajar para otros, se convirtió en dueño de la posesión más preciada, la que soñó por años: el tiempo.
Paseando ese gran capital, el ocio y el calor lo llevaron a traspasar el umbral de la tiendita de la esquina, en busca de una coca sin azúcar. Sobre el mostrador, la máquina expendedora del sorteo “Me late”. Con una bolsa acumulada de más de cien millones de pesos, lo atrajo como su coca atrajo a las moscas.
Otorgó el perdón a sus rencores ludópatas y decidió comprar su revancha y revanchita. Mientras guardaba el ticket en la cartera, neófito filósofo de bolsillo, meditó sobre su futuro.
En el poco probable caso de convertirse en millonario, ¿qué cambiaría?, ¿casa?, ¿amistades?, ¿costumbres? Concluyó que poco o nada sería modificado. Tal vez viajaría más con amigos y familia, tal vez, con ellos, comería y bebería de lo mejor. Esos millones, decididamente, serían compartidos.
Atendiendo a la máxima: “Rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita”, cayó en la cuenta de que entre amigos, familia y bienes indispensables, era obscenamente acaudalado. Con melancolía, encontró que su padre también lo había sido, y que a sus casi noventa años nunca quiso, ni ha querido enterase de que, gracias a su trabajo y a la divina providencia, patrocinó rentas, colegiaturas, compras y hasta las cervezas y cecinas enchiladas de los domingos, en el restaurante campestre “La Cabaña”.
Presas del vicio de comprar billetes de loterías, padre e hijo colaboran con la negligencia que les impide darse cuenta de que su gato ha comido sandía, durante los últimos cincuenta años.