De los siete u ocho metros de altura que tiene el árbol, alcanzó a trepar casi cinco. Su exceso de confianza fue puesto al límite, cuando en su loco afán por atrapar a la ardilla que se refugiaba en la copa, la madre naturaleza aplicó intransigente la ley de la gravedad y la caída fue: estrepitosa. Como saldo del accidente, se registraron tres heridos: un hombro, un geranio y un orgullo.
El médico, tras aplicar sedantes, acomodó el hombro y dejó debidamente inmovilizado al herido, quien, de acuerdo con su naturaleza insolente, al despertar de la sedación, dejó constancia de una lamentable falta de educación. Sendas agresiones fueron repartidas al cuerpo médico.
Varios días soportó los vendajes y los demás, su pésimo humor, hasta que, en franca recuperación, se determinó dar de alta al malcriado paciente. En el regreso a casa mostró una mejor actitud, incluso, aquel aciago día en que a la ardilla, se le ocurrió atorarse otra vez, en las alturas de su frondoso escondite, y a él neciamente, trepar de nuevo en su búsqueda. La escena de la caída se repitió en todos sus detalles, a excepción de los geranios, de los cuales, ya no quedaba ninguno por aplastar.
El parte médico, esta vez, fue categórico: el hombro ya no era sujeto a sujetarse, la intervención quirúrgica era inminente. Al conocer la elevada cuantía de los honorarios médicos, más la hospitalización, más los imponderables, el jefe de familia dio a conocer su veredicto a la progenie y a los afanes mercantiles del médico: la operación reconstructiva del hombro se declaraba: no aprobada.
Fue un acto cruel, sin lugar a dudas, pero apegado al magro presupuesto pandémico y en concordancia con los siguientes:
Considerandos.
Primero: Debido a la provecta edad del herido; y ahora, con una pata menos, no realizaría labores de apoyo policial, ni rescataría victimas de sismos, ni cuidaría la casa, ni jugaría con los niños, ni jalaría trineos.
Segundo: Tres patas le serían suficientes para trepar a los muebles y para practicar sus rondines peripatéticos.
A partir de ese día, a sus títulos de: gato barato y felino ladino, con tres patas disponibles en su tracción, agregó el de: Trespatines, este sería el nuevo apelativo con el que se conocería a: Mauricio, el viejo gato malmodiento que ingresó a la familia hacía ya más de doce años.
—dijo divertida una visitante de la casa, ante los sonrojados anfitriones que, con disimulo, lo expulsaban del sofá.
Mauricio llegó como reemplazo de una gatita de color gris, que respondía al nombre de: Griselda. Que fue también convaleciente en el consultorio veterinario, después de haber sido víctima de un atropellamiento vehicular.
—Habrá que sacrificarla —fue la recomendación del veterinario.
Al primer intento de explicar a los niños la conveniencia de sacrificar al animal, las teorías tanatológicas fueron interrumpidas por un sorpresivo y nada infantil:
— ¡Pá! Está sufriendo mucho, es mejor que la duerman.
Algunos bultos de croquetas después, Mauricio, el minino sustituto, haciendo uso de la capacidad de recuperación con la que venía equipado, apoyaba de nuevo la pata en receso, para asombro de todos y bochorno del médico. Solo quedó como secuela del accidente, su impericia al incorporarse de sus siestas. Le eran necesarios cinco pasos para dominar de nuevo la elegancia gatuna.
Molestias aparte, se permite toda clase de comodidades. En sus lugares predilectos de la casa y del jardín, cambia de forma intermitente el sol por la sombra, según lo indiquen su fastidio o su bochorno. Ejercita con gran concentración sus deportes favoritos: hurgar y lamer su pelambre, en donde y ante quien sea, y afilar las garras en los muebles de su soberana predilección. No tiene moderación en sus maullidos, cuando de exigir se trata, pero engatusa silencioso, a todo aquello que se mueva y que considere digno de ser comido.
Toda su animal atención, nunca se concentra en otro tiempo, que no sea el presente. Carece de la humana preocupación por el futuro y por las culpas del pasado. De acuerdo con la esperanza de vida, de las siete que tienen los felinos domésticos, él ha ya agotado al menos seis. Su inminente muerte y su decadencia, son asuntos banales. Ignorándolo, se irá apagando poco a poco. A manera de epitafio, este escrito será tal vez el único recuerdo que quedará de él. Millones de gatos han muerto sin tener el privilegio de un texto póstumo, por humilde o indigno de su real majestad que este sea.