jueves, marzo 28, 2024

Yo te conozco – Rodolfo Lira Montalbán

Después del mal rato que pasó en la caseta de vigilancia lidiando con un guardia necio, y de que el reloj indicara que llegaría a la reunión más de media hora tarde; su humor, no era el mejor. Si algo odiaba, era la impuntualidad. La calificaba como la peor falta de consideración. No importaba que la cita fuese solo para charlar. La puntualidad era sagrada para él.

            Así que, enfadado, encontró lugar al frente de la casa en donde tendría efecto la tertulia. ¿Lugar libre frente a la casa? Eso sólo significaba una cosa: no había llegado nadie. “Lo ves: te lo dije”. Su esposa embarró esta expresión seguida de otra más letal: “Nadie llega temprano a estas cosas”. Él no quiso debatir, era una batalla perdida. 

Un caballero, parado en la banqueta justo frente a ellos, con gran amabilidad, les daba indicaciones para facilitar el acomodo del auto. Maniobra por demás sencilla, que no requería de ayuda alguna, pero que les hizo cambiar la cara de fastidio, por una que incluía sonrisa de invitado recién llegado. Bajaron del auto y, al tiempo que saludaban al personaje, agradecían su cortesía vial. Ambos: chofer y acomodador, tras unos segundos de incómodo silencio, pusieron caras de: “Yo te conozco” mientras exclamaban al unísono: “¡Yo te conozco!” 

El señor de la casa no era tal. Se presentó como el nuevo novio de la que sí se había encargado de pagar la hipoteca en tiempo y forma. Resultó ser, por datos también aportados por él, vecino de la colonia. Por más pistas que compartían, no lograron el objetivo de aclarar sus pesquisas.

La velada transcurrió entre risas y brindis. Como era costumbre, la mayoría hizo su gracioso arribo una hora más tarde, aduciendo los pretextos más estrafalarios. Para ese momento, las numerosas manifestaciones de cariño filial etílico ya habían conseguido relajar los ánimos. Las molestias de aquellos que aborrecen la impuntualidad ya no eran tan perturbadoras.

            La expresión: ¿De qué te conozco?, pasó de ser una simple pregunta, a ser una obsesión. Tantas veces la repitieron los dos involucrados en el enigma, que se convirtieron en fuente de burlas. Así que decidieron callar y guardar la frase para consumo interno. Bastaba con que sus miradas se cruzaran, o que sus personas tropezaran de camino al baño, para que la inquietud volviera. 

            Para la pareja, cuatro horas eran el límite de estadía en una reunión. El bostezo, que casi lograron disimular, les avisó que su tiempo se había agotado, por lo que intercambiaron señales de: “Ya vámonos, ¿no?”. Él se puso de pie antes, obediente al trato previo que su esposa le hizo jurar: “Yo siempre soy la que se despide primero, ahora te toca a ti”.

            La siguiente reunión quedó pactada, la lluvia de adjetivos agradeciendo las exquisiteces degustadas se mezcló con las enhorabuenas y las despedidas emotivas. Al subir a sus respectivos automóviles, las caras de alegría de la mayoría de asistentes, dos cuadras después, se tornaron en expresiones de fastidio o de cansancio.

            No faltó una reclamación lanzada al aire de la climatizada cabina del automóvil: “¡Qué grosero fuiste con el señor que aseguraba conocerte!”. La emboscada provenía del sector femenino y el silencio: del masculino. Sector este último que, después de más de treinta años de feliz maridaje y conocedor de que cualquier respuesta sólo conduciría a un pleito estéril: callaba estoico. La pregunta: “¿Te comieron la lengua los ratones?”, cerraba con broche de oro la velada.

            Al siguiente día, la paz del domingo hizo olvidar cualquier afrenta. Después de un buen café, el plan de sacar a pasear a los perros aportaba una gran tranquilidad para el alma y una gran alegría para los encerrados canes. El contento canino se convertía a veces en suplicio para el dueño. Los instintos les hacían atacar a fieras descendientes de los lobos, pero con aspecto de french poodle, que jalan en el otro extremo de sus correas a señoras incapaces de soportar tales rudezas. Recordó incidentes muchísimo peores que tuvieron lugar en alguno de esos paseos. 

De un portón mal cerrado salieron, furiosos y babeantes, dos enormes ejemplares de pastor alemán dispuestos a defender su territorio. Hubo necesidad de reclamar airadamente al dueño de las bestias. Esta situación ya había llegado a niveles intolerables. Esos mismos perros, libres de vigilancia, gustaban de destrozar las bolsas de basura por toda la calle. Ninguna amable petición de los vecinos hacía que su dueño reformara tal conducta. Sus respuestas carecían de toda cortesía. Con expresiones vulgares, de las amenazas casi pasaba a los golpes. 

            El recuerdo de esas reprobables situaciones llegó a la mente de nuestro protagonista esa mañana. Casi escupe el café al recordar la cara del vecino buscapleitos.

¡Ya sé de qué lo conozco!

www.paranohacerteeltextolargo.com

Twitter: @LiraMontalban

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