¿Recuerdas cuando a tus doce años (un día en que tu mamá estaba cocinando y tú ponías la mesa para comer) de la forma más inocente y espontánea le preguntaste: “Mami, ¿qué es menstruar?”.
En lugar de responderte, inventó que iba al garaje a abrir, porque estaban tocando la puerta. Esto se repitió cuando volviste a preguntar. Era muy común en esa época no tocar temas de sexualidad o de diferencias entre hombre y mujer, hacerte creer que todo lo relacionado con esto era pecaminoso.
Después de esa ocasión, cuando tenías una duda de ese tipo, mejor recurrías a tus amigas o a tus primas. Esto impedía una comunicación franca entre padres e hijos y provocaba que fueras aconsejada no siempre de la mejor manera. Es la razón por la que tú comenzaste a ocultar tus dudas y sentimientos.
Recuerda que, cuando tenías quince años, tu primer novio fue un primo. Obviamente… ¡a escondidas! Creo que esa fue la raíz de mi forma de ser, hasta la fecha, tan rebelde ante lo que no creo justo.
Igualmente, de tus dos hermanos, sus primeras novias, fueron primas. ¿Cómo no iba a ser así, si tus papás tenían prohibida la entrada de amigos o amigas a tu casa?
Tengo presente lo buena que eras jugando coleadas en patines. También recuerdo que siempre ganabas las competencias en bicicleta y la manera en que gozabas los días de campo que organizaba tu mamá y a la que asistían todos tus tíos y primos.
En esos paseos, cuando jugaban a escondidillas, aprovechabas para recibir de tu primo tus primeros besos y abrazos.
Mi niña adolescente, sigues siendo tan bailadora como cuando no te perdías un baile de graduación o de quince años. Como en casa no te permitían asistir a fiestas, esa época feliz se la debes a tu hermano mayor, que inventaba cualquier pretexto para que tú lo acompañaras a algún compromiso ficticio. Sin ser bailador, te daba gusto cada vez que querías. Mientras él se aburría intensamente, tú eras la más feliz.
¿Cuántos castigos te llevaste por no ser el primer lugar en el cuadro de honor de tu escuela? Pero, a pesar de todo, siempre y hasta la fecha, supiste sacar provecho a los buenos momentos y minimizar los no tan buenos.
Las pocas veces en que tu mamá te acompañaba a un té danzante, las normas eran: no bailar más de dos piezas con el mismo chico, nunca proporcionar los datos de tu número telefónico, bailar muy separados y tu madre siempre sentarse, para estarte vigilando, en una mesa pegada a la pista y no permanecer en la reunión más de dos horas.
Al día de hoy, no entiendo por qué a la distancia y falta de diálogo entre padres e hijos le llamaban… “Respeto”.
Yo me pregunto, ahora que soy madre, si he actuado correctamente con mis hijos al no educarlos con castigos y amenazas, o si me fui al otro extremo y he sido demasiado consentidora. Lo que tengo claro es que les he dado cariño, que sí les he puesto límites y si quieren tener derechos, también deben tener obligaciones.
Supongo que tienes presente el día en que, como una excepción, tus papás permitieron que invitaras a comer a casa a tu compañera de clases, llamada Antonieta. ¡Fue uno de los peores días de tu vida!
Recuerda que, durante la comida, ella inocentemente comentó lo bien que la pasaron cuando hacía una semana se habían ido de pinta y faltado a la última clase.
Tú, congelada por el pánico, quisiste darle una patada por debajo de la mesa, pero ya era tarde. Tu padre se te quedó mirando con esa expresión de: “Esto no se va a quedar así”.
En ese momento pensaste que te iba a imponer un castigo, pero nunca de la magnitud que fue.
Pedías a Dios que tu amiga no se fuera, pero llegó la hora y te quedaste sola con tus padres.
De inmediato, tu papá te dijo que no te movieras del comedor y a tu madre le ordenó que fuera a la cocina porque quería hablar con ella a solas. Por más que quisiste, no pudiste escuchar ni una palabra de tu padre, solo a tu madre llorando y suplicando: “No lo hagas, por favor. No tienes derecho a tanto”.
Esa misma tarde, tu papá te dijo a lo que ibas a estar obligada al siguiente día.
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