Algunas formas de comunicación no son las mismas en este siglo XXI que en el anterior. Los usos y costumbres van cambiando con los años. Hoy en día, los niños de seis años se reirían de las preguntas de los niños de 1950 y de las respuestas de sus padres.
Cuando se es pequeño, se imita lo que hacen los padres. Cuando adquirimos el lenguaje, aprendemos a comunicarnos. Hablamos tanto que fastidiamos a los papás, sobre todo cuando hacemos preguntas indiscretas como éstas:
─Mami, ¿por qué tienes esa panza tan grande?
─Tengo inflamado el estómago, pero pronto se me va a quitar.
─Si quieres, voy a la botica la Guadalupana a comprarte algo para que se te quite lo inflamado.
Estuve un rato dando sugerencias a mi madre hasta que la fastidié.
─Deja de estar de preguntona, y ve a ver si ya puso la puerca.
─Mami, te equivocaste, las puercas no ponen, solo las gallinas.
En otra ocasión, pregunté:
─Mami, ¿cómo nacen los niños? Dices que pronto tendremos un hermanito.
─Los trae la cigüeña ─dijo enfática.
─¿Pero la cigüeña de dónde los agarra? ¿Hay una fábrica de niños? ¿Sabe el domicilio de la casa donde dejará al bebé?
—La cigüeña no se equivoca, ya deja de estar de preguntona y ve a terminar de barrer el patio.
Desde que yo tenía seis años, mi madre me enviaba al mercado a comprar lo necesario para la comida del día. Se acostumbraba ir diariamente para comprar la carne fresca, no congelada como ahora, y por supuesto las frutas y verduras cortadas de madrugada.
El mercado del Tepetate me quedaba más cerca. La gente lo conocía como el Crucero, porque estaba cerca de las vías del ferrocarril.
Los puestos se instalaban en la calle Héroe de Nacozari, y parte de la calle de Invierno.
Actualmente este mercado tiene un moderno edificio.
Me hice experta en el regateo de los precios de las verduras, para que me quedara algo y pudiera comprar una golosina.
Me daba gusto cuando mi madre me mandaba al mercado Escobedo, porque había muchas cosas para ver y voces para escuchar. Este mercado, conocido también como el mercado grande, estaba ubicado en lo que ahora se conoce como Plaza de la Constitución, aunque hayan desterrado a Venustiano Carranza.
Me divertía en ese mercado, observando tanto colorido de los puestos y la ropa que ahí vendían.
Ya había localizado lo que mi mamá me había encargado. Y aun así, daba otra vuelta para escuchar la melodía que en ese momento estaban tocando.
En una entrada del mercado, en la esquina de Juárez y Pino Suárez, se colocaba un señor muy simpático con gran megáfono anunciando las ofertas que había ese día. El mosaico de gente que asistía daba un colorido especial a ese lugar.
Estaban las damas que vivían en el primer cuadro de la ciudad, las trabajadoras del hogar, la gente de los barrios y la que venía de los ranchitos a ofrecer sus frutas o quesos. El queso ranchero y el de cabra, eran unas delicias.
De regreso a casa, me compraba una paleta de tamarindo, o una rebanada de jugosa jícama con limón, sal, y mucho chile bien picoso. Me sentaba en una banca del Jardín de los Platitos, ubicado en la Ribera del Río, hoy Avenida Universidad, esquina con la calle de Invierno.
Cruzando la calle, enfrente de donde estaba sentada, había una cantina y una pulquería. Desde la cantina se escuchaba una bella canción: Cerezo en Rosa. Por mi corta edad, entre seis o siete años, me fascinaba escucharla.
En el jardín de los cerezos
Cortaste, niña, aquella flor
la perfumaste con tus besos
y tu candor.
Reanudaba mi andar al finalizar la canción y yo terminar la golosina.
Al llegar a casa, mi madre estaba muy disgustada por la tardanza. Mientras me regañaba, yo pensaba en lo divertido del mercado, en la bella canción y en mi deliciosa jícama con chile.
Cuando mi madre nos llevaba a la iglesia a rezar el rosario, nos parecía que tardaba una eternidad. Por fortuna, nos encontrábamos con otras niñas que al igual que nosotras estaban aburridas. Un rato rezábamos y otro platicábamos en voz baja. En una ocasión, adelante de nosotras estaban unas abuelitas, voltearon a vernos y nos regañaron, por unos minutos guardamos silencio, después volvimos a las andadas; entonces nos dieron unos pellizcos tan fuertes que nos hicieron llorar.
Nos enojamos. Cristina, quien era más atrevida que mi hermanita y yo, dijo:
─Estas viejitas me la van a pagar.
─¿Qué piensas hacer? ─le pregunté.
─Pónganse de rodillas y recen con la mirada hacia abajo.
No podía creer lo que Cristina estaba haciendo: amarró las puntas de los rebozos de las abuelitas.
Al terminar el rezo, salimos rápido. Nos escondimos tras la puerta para ver lo que sucedía. Las viejitas tardaron en salir, estuvieron detenidas hasta que lograron desatar los rebozos, muy enojadas.
Nos reímos mucho olvidando por instantes el dolor provocado por el pellizco, en que casi nos enterraron las uñas. Afuera esperamos a mamá, porque a ella le gustaba estar adelante.
El moretón del pellizco me duró más de una semana. Sin embargo, al recordar la travesura de los rebozos amarrados, me reía unos segundos.
Sonreír alivia el alma.